Desde el 24 de febrero de 2022, cuando aún seguíamos contando víctimas de la peste de COVID-19, fuimos empujados a presenciar, por enésima vez en la historia de la humanidad, el nefasto «espectáculo» de una guerra, esta vez librada en Ucrania. Cualquiera que tenga nociones básicas de geopolítica sabe que, más allá de la propaganda de prensa de uno y otro bando, el conflicto real tiene como protagonistas a la Federación de Rusia por un lado y, por otro, a los EE. UU. y la OTAN. En este contexto Ucrania se ha convertido, trágicamente para su pueblo y la integridad de su territorio, en el escenario bélico del choque estratégico entre poderosas potencias que ponen al planeta en vilo debido a sus devastadoras armas nucleares.
En tanto el mundo anterior a la pandemia, donde prevalecía la hegemonía de EE. UU., cuya clase política está al servicio de los intereses de las grandes corporaciones, termina de derrumbarse y se consolida un nuevo orden multipolar, ¿qué provecho podríamos sacar, además del goce estético, de la lectura de una epopeya como la Ilíada, por ejemplo, que tiene como telón de fondo el último año de la Guerra de Troya; o de la novela —por citar una que tengo a mano— Por quién doblan las campanas (1940), de Ernest Hemingway, en la que se representan ciertos hechos y personajes que lucharon, amaron y murieron durante la Guerra Civil española; o de la novela de José María Arguedas Todas las sangres (1964), si tomamos en cuenta la cruenta guerra asimétrica e invisibilizada por los medios concentrados que se viene librando en el Perú desde diciembre de 2022 entre las élites dominantes y los pueblos indígenas desarmados y sumidos estructuralmente en la pobreza? ¿Pueden estas ficciones acercarnos efectivamente a la «realidad» de las guerras? ¿Qué son pues las ficciones? ¿Cuáles son sus funciones? ¿Qué papel cumplen en la sociedad?
En las siguientes líneas, me gustaría ensayar algunas respuestas a estas interrogantes.
En principio, y desde una perspectiva pragmática, es necesario afirmar que la literatura tiene, en efecto, funciones sociales e institucionales que implican una gran responsabilidad para los autores y suponen, según los casos, lecturas de gran provecho para los lectores. Comprender las consecuencias de este enfoque es de gran relevancia para replantear la función social de la literatura en una sociedad capitalista que la concibe como una mera mercancía, un producto cuya única función sería el puro entretenimiento.
Según Teun van Dijk, en «La pragmática de la comunicación literaria», la literatura pertenece al mismo tipo de acto de habla ritual que los chistes, las adivinanzas, los proverbios o las anécdotas. En los chistes como en los textos literarios no es necesario que se satisfagan determinadas condiciones de verdad: los referentes discursivos pueden ser ficticios, aunque los acontecimientos puedan ser históricos o verosímiles. Un acto de habla ritual implica la intención de cambiar la actitud del oyente con respecto al enunciado en sí, especialmente sus actitudes «valorativas». Las condiciones de propiedad de los actos de habla rituales se dan en términos del deseado cambio de actitud del receptor en relación con el enunciado en sí («apreciación»). Pero la «aceptación» efectiva de la literatura debería buscarse fuera del contexto pragmático; a saber, en sistemas de normas y valores estéticos social, histórica y culturalmente determinados. Así pues, las diferencias entre la literatura y los otros tipos de comunicación ritual no serían tanto pragmáticas como sociales: la literatura ha sido institucionalizada, se publica, los autores gozan de un estatus específico, es reseñada en publicaciones periódicas, tiene lugar en los textos escolares, es discutida, analizada, etc. Por ende, la literatura cumple a diferencia del chiste o la anécdota funciones institucionales, y puede cumplir también funciones pragmáticas «prácticas» adicionales; esto es, una obra literaria puede ser tomada como un elogio, una diatriba, una denuncia, una advertencia, etc., dependiendo tanto del significado del texto como de la estructura del contexto: intenciones de los escritores, interpretaciones de los lectores, etc. (Mayoral, 1987: 171-194).
A este fenómeno, explicado a partir de la teoría de los actos de habla (actos locutivos, ilocutivos, perlocutivos), habría que agregar otro, que puede explicarse en relación con la noción de acto de habla indirecto acuñada por John Searle. Un acto de habla indirecto es un caso en que el significado literal del enunciado no coincide con su fuerza ilocutiva o la intención del hablante, como ocurre ante un enunciado del tipo: «¿Podría usted abrir la ventana?», donde bajo la pregunta se esconde una intención de petición. Si se respondiera literalmente a este enunciado, la respuesta podría ser un «Sí, puedo». Sin embargo, al formular una pregunta (según las normas de cortesía), lo que esperamos es que el interlocutor obedezca y abra la ventana (Searle, 1980).
Así, una novela como Todas las sangres de José María Arguedas puede describir la compleja realidad peruana de mediados del siglo XX al narrar el sangriento conflicto en torno a la explotación de una mina de plata entre una comunidad de campesinos indígenas de la sierra y la corporación transnacional Wisther-Bozart, y actuar de manera indirecta como una denuncia sobre la peligrosa penetración del capitalismo imperialista y el problema estructural de discriminación racial y explotación del gamonalismo en perjuicio de los pueblos originarios, con el propósito de crear un nuevo estado de conciencia sobre la necesidad de una integración social, un desarrollo económico y una modernización estatal que incluya a todos los ciudadanos del Perú, y los trate como tales, sin importar la variedad regional, cultural o étnica (Arguedas, 1988). Poco después de su publicación, Todas las sangres fue criticada negativamente en una Mesa Redonda sobre Literatura y Sociología (Instituto de Estudios Peruanos, 1965) por un grupo de sociólogos del establischment, porque, según sostenían, no retrataba cabalmente la complejidad de la realidad peruana, juzgándola por su falta de «veracidad». No obstante, la denuncia indirecta de la novela llegó a ser su función más importante.
De igual modo, Por quién doblan las campanas puede narrar y describir ciertos hechos de la Guerra Civil (Hemingway fue enviado como corresponsal de guerra a España) y plantear indirectamente una fuerte crítica sobre la atrocidad de un conflicto que fue capaz de deshumanizar tanto a fascistas como a republicanos, al desvelar crímenes de guerra que ocurrieron de facto en ambos bandos porque «la crueldad había penetrado en las filas de los hombres», e inspirar sentimientos de «vergüenza» y «horror» en los lectores, ya que «esa condenada mujer [Pilar, quien contó cómo los republicanos acabaron cruelmente con los fascistas de su pueblo, arrojándolos por un barranco previa paliza] me lo ha hecho ver como si yo [Robert Jordan, norteamericano especialista en explosivos al servicio de los republicanos] hubiese estado allí» (Hemingway, 1972: 163). Pero esta crítica de la Guerra Civil se puede extender a cualquier guerra, porque en ellas, pese a que haya vencedores y vencidos, y que la historia la escriban los vencedores, siempre pierde la humanidad en su conjunto, tal como queda expresado en la cita de John Donne que aparece, a manera de epígrafe, al inicio de la obra de Hemingway: «Nadie es una isla, completo en sí mismo, cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,[...]; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y, por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti» (7).
Otro tanto podría decirse de la Ilíada, donde el poeta lamenta, desde el inicio hasta el último canto, no solo las pérdidas de los héroes aqueos debido a la cólera de Aquiles, funesta cólera que es el símbolo de la Guerra de Troya: «Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles», sino también las muertes de los héroes troyanos a manos de los aqueos, y la consiguiente devastación de la ciudad de Troya y su población: «Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades» (Ilíada, canto XXII).
Desde otras ópticas, y sobre la base de diversas investigaciones que aportan poderosas luces al esclarecimiento del fenómeno de la ficción (Genette, Doležel, Harshaw, Iser, Martínez Bonati, Pozuelo, Ryan, Schmidt, Schaeffer), también se puede sostener que, dependiendo de la fortaleza o de la debilidad del sentido de la realidad del autor, una ficción literaria, en tanto operador cognitivo, es capaz de revelarnos lo «real» de una guerra al crear un modelo imaginario de la realidad factual de la que forma parte, y a la cual responde, desplegando así una dimensión crítica (Genette, 1993; Domínguez, 1997; Schaeffer, 2002). En tal sentido, me parece de especial relevancia resumir a continuación las conclusiones a las que llega Jean-Marie Schaeffer en ¿Por qué la ficción?
Según Schaeffer, lejos de ser ilusiones engañosas, las ficciones —desde los juegos de fingimiento de la infancia hasta las obras de arte miméticas, tales como relatos verbales, teatro, cine, pintura, fotografía, cómics, juegos de ficción digital— no solo constituyen uno de los aspectos más importantes de nuestro vínculo con lo real, también nos constituyen como especie. A través de una amplia y rigurosa investigación, el autor nos hace comprender el papel central de la ficción en la cultura humana, al desvelar los fundamentos antropológicos que convierten la creación y la comprensión de ficciones en una necesidad biológica, cultural, cognitiva y estética, demostrando que ficción y humanización son inseparables. En esta línea de trabajo realiza una indagación de la competencia ficcional, y llega a la conclusión de que la especie humana parece ser la única en haber desarrollado una aptitud para producir y «consumir» ficciones. La institución del territorio de la ficción —asegura— facilita la elaboración de una membrana consistente entre el mundo subjetivo (el «yo») y el mundo objetivo (la «realidad»). La distinción entre lo ficticio (representación mental, virtual) y lo factual (realidad empírica) sería pues una conquista constituyente de nuestra especie.
En el primer capítulo, el autor desmantela la argumentación platónica esgrimida en La República en contra de las artes de ficción, concediéndole una posición central a la noción de mímesis (imitación, representación artística de la naturaleza), la misma que describirá en el segundo capítulo asociada a las siguientes categorías: imitar, fingir, representar, conocer. Pero no refuta la posición platónica, sino que demuestra que los presupuestos sobre los que se sostiene están ligados a una profunda incomprensión de la naturaleza de las ficciones, como testimonia la amalgama insidiosa entre ficción e ilusión engañosa. A continuación, demuestra que ficción no es sinónimo de engaño. Si bien la ficción y el engaño proceden de las actividades de fingimiento, hay que distinguir —según explica— entre el fingimiento «serio», correspondiente al engaño, del fingimiento «lúdico», sobre el que descansa propiamente la ficción como dispositivo público compartido. Cuando finjo seriamente —dice—, mi objetivo es engañar a aquel a quien me dirijo, es decir, hacer pasar como verdadero lo que es falso. Al contrario, cuando finjo con una intención lúdica, no quiero engañarlo. Las condiciones de éxito en ambos casos están en polos opuestos: un fingimiento serio (engaño) solo puede tener éxito si no es compartido, un fingimiento lúdico (el hacer-como-si de la ficción) solo puede tener éxito si es compartido. Para el caso, existe una regla constituyente fundamental de toda ficción: la instauración de un marco pragmático adecuado a la inmersión ficcional, que impide confundir —como temía Platón— realidad y ficción, o «contaminar» una con la otra.
Desde el tercer capítulo, el libro clarifica la noción de ficción resituándola en el contexto global de nuestra forma de representar virtualmente el mundo y de interactuar con él. Las realidades virtuales nacen con los sistemas biológicos de representación: toda representación mental es una realidad virtual. La ficción es una modalidad particular de la representación y es, al mismo tiempo, una forma específica de lo virtual. De acuerdo con Pierre Lévy, citado por Schaeffer, el nacimiento de los procedimientos de virtualización se remonta al nacimiento del lenguaje. De hecho, el lenguaje no es sino el más complejo y el más reciente de los sistemas representacionales desarrollados en el curso de la evolución de las especies.
En la búsqueda de una descripción de la ficción que sea capaz de dar cuenta de todas sus formas, Schaeffer logra elucidar tres cuestiones centrales en relación con la noción de ficción: la de su estatus, la de su función inmanente y la de sus funciones trascendentes. Desde el punto de vista de su estatus (modo de operación), las ficciones son efectivamente operadores cognitivos. Es decir, al igual que otros operadores cognitivos como la percepción visual, la ficción nos da acceso a la realidad en que vivimos y nos transmite información sobre ella. Si la ficción es un operador cognitivo, es porque corresponde a una actividad de representación o modelización (específicamente, de modelización ficcional: crea un modelo ficticio del universo real), y la elaboración de una modelización o representación (como proceso mental u operación públicamente accesible) es una operación cognitiva.
Pero ¿en qué consiste la especificidad de la modelización ficcional? A respecto, el investigador manifiesta que es imprescindible distinguir entre los diferentes modelos de representación mental del mundo: nomológicos, miméticos homólogos y miméticos ficcionales. Los nomológicos son modelos matemáticos o digitales, cuyo acceso o reactivación se opera mediante el cálculo racional. Por su parte, los modelos miméticos homólogos se adquieren o reactivan a través de la inmersión mimética, tal es el caso de todas las formas de aprendizaje por imitación. Ambos tipos de modelos comparten una misma restricción cognitiva: la relación entre el modelo y lo que es modelizado debe ser de naturaleza homológica; es decir, deben mantener las equivalencias estructurales locales y globales; o, dicho de una forma más sencilla, las propiedades del modelo siempre deben corresponder con las propiedades de lo que es representado.
Ahora bien, a diferencia de los modelos nomológicos y miméticos homólogos, la modelización ficcional está ligada a la realidad por lazos de analogía global y no por homología; o sea, no es necesario que deba las propiedades que tiene al hecho de que en alguna parte del mundo haya estados de hechos que tienen las propiedades que tienen. Así pues, una modelización ficcional no está destinada a ser utilizada como representación con función referencial; en otras palabras, no debe ser juzgada en términos de «veracidad» o «falsedad».
Por otro lado —aclara Schaeffer—, decir que la condición que debe cumplir una modelización ficcional es la analogía global equivale a decir que debe ser tal que estemos en condiciones de acceder a ella sirviéndonos de las competencias mentales (representacionales) de que disponemos para representarnos la realidad y, más exactamente, las que pondríamos en marcha si el universo ficcional fuese el universo en que vivimos. En efecto, puesto que un modelo ficcional siempre es de facto una modelización del mundo real, nuestras competencias representacionales son las de la representación de la realidad de la que formamos parte, pues han sido seleccionadas por esa misma realidad en un proceso de interacción permanente. Desde luego, podemos formar modelos a partir de entidades inexistentes, hasta podemos inventar los universos más fantásticos, pero, en todos los casos, esas entidades y esos universos serán variantes conformes a lo que significa para nosotros «ser en una realidad», porque nuestras competencias representacionales son siempre relativas a la realidad que las ha seleccionado y en la que vivimos. Algo más: en los universos ficcionales el principio de coherencia interna (la conformidad de las relaciones locales entre elementos ficcionales con las restricciones inherentes a la precepción visual) reemplaza al principio de referencia. Una ficción es coherente si es acorde a las mismas condiciones que estructuran la manera en que nos representamos la realidad.
En conclusión, el hecho de que la ficción esté más allá de lo verdadero y de lo falso y que ponga entre paréntesis la cuestión referencial, tal y como se plantea en el marco de los modelos homólogos (y sean referenciales en ese sentido, que es el de la analogía global), no impide que los modelos ficcionales se refieran a la realidad, pues para los seres humanos solo hay modelo representacional en la medida en que este se refiera a la realidad que nuestra competencia representacional es capaz de referirse.
Entonces, cuando un escritor (digamos, Arguedas o Hemingway) crea un universo ficcional, no se sirve exclusivamente de materiales representacionales inventados, producto de su imaginación; reutiliza materiales depositados en la memoria, toma notas para fijar experiencias perceptivas, consigna situaciones vividas, investiga y se documenta leyendo libros de contenido absolutamente factual: historia, sociología, ciencia, etc.
Finalmente, ante la cuestión de por qué los seres humanos se entregan a actividades ficcionales y por qué las consumen con fruición, Jean-Marie Schaeffer reconoce que la cuestión ya fue abordada por Aristóteles en su Poética. Sin embargo, en la actualidad hay progresos que refuerzan las hipótesis aristotélicas: mayor conocimiento de la predisposición antropológica a la imitación (seria y lúdica), de las relaciones entre imitación y modelización, y del funcionamiento de la ficción. Por ello, aborda en profundidad las cuestiones de las funciones (finalidades, usos) de la ficción.
La hipótesis del investigador es que la ficción no tiene más que una función inmanente, y esa función es de orden estético. El placer o grado de satisfacción desempeña un papel central en nuestros usos de la ficción. Incluso es el único criterio inmanente por el que juzgamos el éxito o el fracaso de una obra ficcional. Es más, para que las funciones trascendentes (funciones que atañen a la cuestión de los usos diversos de las ficciones) puedan desempeñarse, la ficción tiene que gustar.
Entre las funciones trascendentes que una ficción puede desempeñar, cuyo número es indefinido, Schaeffer destaca las siguientes.
Las ficciones suelen ser usadas como compensación o corrección de la realidad (ahí están las tesis que van de Sigmund Freud a Mario Vargas Llosa, por ejemplo), o como una descarga pulsional de orden catártico (función principal de la tragedia griega, según Aristóteles), aunque —según advierte— no debería reducirse la función de la ficción únicamente a una actividad compensatoria o a una actividad catártica, porque un enfoque así infravalora su importancia tanto en el desarrollo del niño como en la vida del adulto. Con todo, es importante destacar que la ficción puede cumplir una gran función en el equilibrio de nuestros afectos.
Efectivamente, una de las funciones principales de la ficción en el plano afectivo residiría en la reorganización de los afectos imaginarios en un terreno lúdico, su escenificación, lo que nos da la posibilidad de experimentarlos sin que nos agobien. El efecto de esta reelaboración funcional no es el de una liberación, sino más bien el de una desidentificación parcial: a partir del momento en que asumimos nuestros afectos en un espacio de juego o arte ficcional, podemos apropiárnoslos, pero con la distancia y la desidentificación que introduce el ser conscientes de que la ficción y el juego no son la realidad.
Lo importante para el papel de las ficciones en la economía psíquica afectiva no es tanto el contenido de la representación imaginaria (incluso si se trata de ficciones que abordan el asunto de la violencia) como el hecho mismo del paso de un contexto real a un contexto ficcional. Se ha podido demostrar que cuando se somete a unos niños a una situación real que los induce a la agresividad y, a continuación, se los expone a la representación ficcional de comportamientos agresivos, no todos reaccionan de la misma forma ante ese estímulo mimético. Se pueden constatar dos tipos de reacciones opuestas: los niños poco imaginativos (según los criterios de diversos test proyectivos, especialmente el de Rorschach) reaccionan con un incremento de la agresividad y tienden a pasar a los actos. La razón es que no saben vivir las situaciones que se presentan más que en un solo nivel comportamental: son incapaces de trasladarlas a un nivel imaginativo. Por el contrario, en los niños imaginativos, esto es, los que en la vida corriente tienen una propensión significativa a entregarse a juegos de fingimiento, ensoñaciones, juegos de rol, etc., se constata un descenso del nivel de exteriorización agresiva y una disminución de la tendencia a pasar a los actos.
Pero la desidentificación afectiva no es más que una forma particular de un proceso más general del orden de una distanciación. Toda ficción es sujeto de una distanciación causada por el proceso de inmersión ficcional. Uno de los rasgos característicos de la ficción reside en el estado mental escindido: nos separa de nosotros mismos, de nuestras propias representaciones, afectos, percepciones y recuerdos, en el sentido de que las pone en escena según el modo del «como si», introduciendo una distancia de nosotros mismos a nosotros mismos.
De esta manera —concluye Schaeffer—, la ficción nos da la posibilidad de seguir enriqueciendo, remodelando, readaptando a la largo de toda nuestra existencia el soporte cognitivo y afectivo original gracias al cual hemos accedido a la identidad personal o a nuestro estar-en-el-mundo. La ficción es uno de los escenarios privilegiados donde nuestra relación —compleja, diversificada, precaria— con el mundo no cesa de ser renegociada, reparada, readaptada, reequilibrada en un proceso mental permanente.
En definitiva, como hemos visto hasta aquí, apoyándonos en distintos enfoques, la ficción es capaz de todo eso y de mucho más, y de cumplir funciones sociales muy importantes como en el caso de la literatura (crítica social, lucha de clases, educación, religión, etc.), con una sola condición: para desempeñar una función trascendente, antes que nada, es necesario que esté en condiciones de desempeñar —digámoslo una vez más con Schaeffer— su función inmanente: tiene que gustar. Y quizá radique allí una de las grandes ventajas (y quizá uno de los motivos de su alta «peligrosidad», desde el punto de vista de las ideologías totalitarias) de leer o releer, en la actual coyuntura, una ficción literaria que, al margen del interés comercial, político, propagandístico, etc., nos revele o desvele lo «real» de las guerras como lo hacen la Ilíada, Por quién doblan las campanas o Todas las sangres, en contraste con otras formas de modelización del universo factual.
Referencias
Arguedas, José María. Todas las sangres. Madrid, Alianza Editorial, 1988.
Domínguez, Antonio Garrido (comp.) Teorías de la ficción literaria. Madrid, Arco/Libros, 1997.
Genette, Gérard. Ficción y dicción. Barcelona, Editorial Lumen, 1993.
Hemingway, Ernest. Por quién doblan las campanas. Barcelona, Círculo de Lectores, 1972.
Homero. Ilíada. España, Gredos, 2019.
Mayoral, José Antonio (comp.) Pragmática de la comunicación literaria. Madrid, Arco/Libros, 1987.
Schaeffer, Jean-Marie. ¿Por qué la ficción? España, Ediciones Lengua de Trapo, 2002.
Searle, J. R. Actos de habla. Madrid, Cátedra, 1980.
Escribir comentario