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¿Por qué escribo poesía?

 

«Escribo poesía porque quiero estar solo y quiero hablar con la gente», decía Allen Ginsberg en un bello poema de 42 versículos titulado «Improvisación en Beijing», con el cual esgrime 42 razones, causas o motivaciones de su actividad literaria. Aunque quizá una sola de esas líneas —la que cito al inicio, por ejemplo— bastaría para justificar una vida consagrada a la poesía en el sistema-mundo contemporáneo, un mundo donde la obra de arte pierde con frecuencia su función comunicativa, y pierde también el valor de uso que hasta el siglo XIX tenía para el señor o para el pueblo y adquiere un valor de cambio, convirtiéndose en una mercancía más. Antes, como se sabe, la producción artística respondía a exigencias colectivas, polarizadas a veces en un individuo o clase dominante, y era reflejo más o menos fiel de la realidad circundante e inteligible por el pueblo en general.

 

En tal sentido, la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo que sitúan a la burguesía en la cima de la sociedad producen un cambio radical de la situación del poeta al cuestionar su función social, como advierte Rubén Darío en «El rey burgués», un cuento de Azul publicado en 1888. En dicho cuento, leemos: «Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile. “¿Qué es eso?”, preguntó. “Señor, es un poeta”. “Dejadle aquí”. Y el poeta: “Señor, no he comido”. Y el rey: “Habla y comerás”». El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño. Entonces, siguiendo el consejo de un filósofo, ordenó que el poeta se ganara la comida con una caja de música que tocaría en el jardín, cerca de los cisnes, cada vez que él diera sus paseos. «Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id», sentenció. Pero llegado el invierno, el rey y sus vasallos se olvidaron del poeta; hasta que, al día siguiente de un gran festín celebrado en el palacio, hallaron «al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio».

 

Con similar amargura, Charles Baudelaire describe en el poema «El Albatros» (Las flores del mal, 1857) la débil e inútil posición social del poeta en una sociedad donde predomina la razón instrumental, la lógica mercantil. Baudelaire compara a los poetas con estos grandes pájaros de los mares que siguen a las embarcaciones de pesca para poder comer, aunque se arriesguen a ser capturados por los marineros que los cazan solo para divertirse, burlarse de ellos, quemarles el pico con una pipa encendida. «El Poeta es igual a este rey de las nubes/ que ríe de las flechas y vence el temporal;/ desterrado en la tierra y en medio de las gentes,/ sus alas de gigante le impiden caminar», concluye el soneto.

 

Pero, entonces, ¿por qué escribir poesía hoy en día? ¿Qué lugar ocupan los poemarios en el mundo contemporáneo, en las ferias, en las librerías físicas y en las plataformas virtuales, si la poesía es reacia a convertirse en mercancía? ¿Qué le diríamos a una persona joven que en estos días escribe versos con pasión y dedicación —si todavía hay jóvenes que hacen eso— y anhela convertirse en poeta?


Cuando Reiner María Rilke intercambia correspondencia con el joven poeta Franz Xavier Kappus, entre 1903 y 1908, este le pregunta a aquel, en la primera misiva, si sus versos son buenos. Rilke tiene 28 años y solo ha publicado El libro de las horas, pero le responde ya como el gran poeta en lengua alemana y universal que llegaría a ser: «Nadie le puede aconsejar ni ayudar; nadie. Solamente hay un medio: retorne a usted. Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiese si le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado. Eso, ante todo: pregúntese en la hora más serena de la noche: “¿debo escribir?». Ahonde en usted hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo “debo”, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser, hasta en su hora más indiferente e insignificante, un signo y un testimonio de este impulso (…). Acaso resulte que usted sea llamado a devenir artista. Entonces tome sobre usted esa suerte y llévela, con su carga y su grandeza, sin preguntar jamás por la recompensa que pudiera llegar de fuera» (Rilke, Reiner María y Dylan Thomas. Cartas a un joven poeta /Manifiesto poético. Buenos Aires: Ediciones Nueva Caledonia, 1976; págs. 17-20).

 

En fin, si alguien me preguntara en este preciso instante por qué escribo poesía, no dudaría en responderle con poesía: «Entre la gloria y la nada,/ a veces,/ mientras escribo,/ una llamada puede convertirse en llamarada,/ la nota más grave en voz,/ cualquiera estúpida nave en ave,/ y hasta las úlceras de mi consumo en humo, uno/ y Dios» [«Llamarada», en: Chira, Israel (coord.). Mirando en el corazón de la luz. Antología del Taller de Escritura Creativa. Córdoba: Tinta Libre, 2019; pág. 117].

 

 

 

 

 

 

 

 

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