No hace mucho —con precisión, el 2018 y el 2019— coordinaba el Taller Municipal de Escritura Creativa en Coronel Suárez; un taller de carácter presencial, público y gratuito, que tenía como objetivo central el entrenamiento de los participantes en el uso del lenguaje con fines expresivos y estilísticos, a partir de la lectura crítica y reflexiva de textos literarios, del ejercicio del oficio y de conversaciones estimulantes en torno a ese límpido fuego misterioso que ardía incesante desde el inicio de cada sesión, en una ambiente cálido y agradable como el de la Sala Bicentenario. En el transcurso de las dos sesiones semanales —que solían contar con distintos grupos de ocho a doce asistentes cada una— propiciábamos principalmente la puesta en común de creaciones propias con el fin de escuchar opiniones, sugerencias y valoraciones; dando por sentado que quien leía en voz alta buscaba la mirada del otro sobre su texto, lo que constituía un ritual de escritura colectiva. Esa era la joya de las reuniones.
Como es de conocimiento público, la pandemia de coronavirus ocasionó en marzo de 2020 la suspensión de la convocatoria a la apertura de todos los talleres auspiciados por el Municipio, al tiempo que se cerraban las escuelas y se adoptaba el ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio) a nivel nacional, medida excepcional del Gobierno en un contexto crítico que, visto en retrospectiva, salvó miles de vidas sin descuidar la economía.
En 2021, ante la terrible perspectiva de una segunda ola de contagios, el Municipio no auspiciará los diferentes talleres que solía ofrecer a partir de abril; entre ellos, por supuesto, el de escritura. Lógicamente, la prioridad continuará siendo preservar la salud de las personas.
No obstante —y esto me anima a escribir estas líneas—, los talleres literarios constituyen en Argentina una tradición que no se doblega antes las adversidades. De hecho, nacieron bajo el signo de la violencia de los años setenta y hacia mediados de 2018, según da cuenta la nota de un diario de circulación nacional, pasaban por su mejor momento: los nuevos maestros de talleres tenían lista de espera (Véase «Talleres de escritura. La vigencia de una tradición argentina que no se rinde». En: La Nación. 10 de junio de 2018, 2018; pág. 20). Por lo demás, hay un libro de Liliana Villanueva, Maestros de la escritura, que explica los orígenes de estos talleres en el Río de La Plata. Villanueva cuenta que, en aquella época de secuestros, torturas y desapariciones forzadas, las charlas literarias tuvieron que mudarse de los cafés y bares al interior de los departamentos y casas. Así, autores como Abelardo Castillo, Liliana Heker y Alberto Laiseca, hallaron, en el acto de cambiar de escenario las tertulias, una salida laboral.
Apoyándose en la explicación de Liliana Heker, Villanueva refiere que en los años sesenta los jóvenes escritores se reunían en grupos de diez, veinte o más personas alrededor de las mesas de los cafés porteños —en especial, el Café de los Angelitos y el Café Tortoni, antes de que se convirtieran en lugares turísticos— para debatir apasionadamente sobre literatura y leer textos propios hasta altas horas de la noche. Antes de la dictadura, a mitad de la década del setenta y debido a los decretos relacionados con el Estado de Sitio, los grupos de más de tres o cuatro personas fueron prohibidos en los lugares públicos. Las reuniones de café se convirtieron en una actividad peligrosa y fue así como pasaron al ámbito de lo privado. Además, influyó el factor económico: varios escritores que tenían puestos en instituciones públicas se quedaron de manera intempestiva sin trabajo al ser considerados «subversivos». En definitiva, el miedo, la inseguridad y la persecución ideológica fueron los factores que crearon indirectamente esos «pequeños reductos de resistencia» (la «Universidad de las catacumbas», les decían), grupos de personas que se reunían de forma subrepticia para poder practicar la libertad de opinión y de pensamiento. Fue en uno de esos talleres donde se leyó el primer cuento sobre desaparecidos en 1977, en plena dictadura militar (Villanueva, Liliana. Maestros de la escritura. Ciudad de Buenos Aires: Ediciones Godot, 2018; págs. 12-14).
En los tiempos que corren, quizá muchos escritores —es mi caso— hayan intentado dar el salto casi obligado del taller presencial al virtual en 2020, con dispares resultados, tratando de preservar en los encuentros sincrónicos vía Zoom, Meet, WhatsApp, etc., algo del aura del taller tradicional.
El aura es —en los términos de Walter Benjamin— el aquí y el ahora del objeto cultural, su existencia irrepetible en el lugar donde se encuentra, ya que en dicha existencia singular se realizó la historia a la que ha estado sometido en el curso de su perduración. Por ejemplo, admirar una obra de arte en un museo tiene un aura; asimismo, hay un aura en una función teatral, en una misa dominical, en una clase escolar, en el acto ritual de la escritura. Lamentablemente, en la época de la modernidad capitalista no importa tanto la existencia singular, sino más bien la masificada. La obra de arte, por ejemplo, se transforma en un artículo de consumo cuando la reproducción tecnológica produce innumerables copias, a tal punto de que casi se olvida el original. La técnica reproductiva desvincula el objeto artístico del ámbito de la tradición y le atrofia el aura. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. En tal sentido, el caso del cine —en contraste con el teatro— es paradigmático. Una película puede tener múltiples copias, ya que está destinada al consumo masivo; por el contrario, la puesta en escena de una obra teatral es diversa en cada función, no se presta a la reproducción técnica: el actor vive cada día otra vez su «drama». Pero también el objeto natural tiene un aura, asegura Benjamin, cuando intenta ilustrar este concepto, en principio propuesto para temas históricos, de la siguiente manera: «Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama» (Benjamin, Walter. Discursos interrumpidos I. Madrid: Ed. Taurus, 1989; pág. 20-29).
En fin, el aura le da también a la obra literaria una función ritual: el momento de la escritura como hecho irrepetible. De ese modo, la escritura actualiza la tradición que le da auténtico sentido a su existencia. No hay ritual de la escritura sin tradición. Lo mismo puede decirse de los talleres de escritura, en tanto talleres de escritura colectiva: el aura les confiere una función ritual. Cada nuevo taller es bienvenido porque actualiza su tradición, una tradición argentina que pese a las calamidades no se rinde.
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