Las palabras son tan mortíferas como las cámaras de gases, decía Simone de Beauvoir; en consecuencia, le comenta Gisèle Sapiro a Alexandre Roig en Diálogos transatlánticos II, programa de entrevistas transmitido por el Canal Encuentro en 2018, en Francia se cree en el poder de las palabras, la libertad de expresión es muy importante y el escritor, por ello, asume una responsabilidad. Si Pierre Bourdieu investigó sobre la autonomía del campo literario frente a las fuerzas económicas y frente al mercado, y demostró cómo la autonomía de este campo se constituyó en el momento del auge del capitalismo de la edición del libro a mediados del siglo XIX, las investigaciones de Sapiro, su discípula, se han ocupado de la responsabilidad del escritor, de la conquista de la autonomía frente a los poderes políticos, frente a la ideología dominante y frente a la moral. Durante la Segunda Guerra mundial, refiere Sapiro en la entrevista, hubo escritores en Francia que se adhirieron al invasor alemán, pero hubo otros que resistieron. Los escritores que apoyaron a Alemania fueron juzgados, algunos llegaron a ser condenados a muerte. Este acontecimiento es, en su opinión, una muestra del poder simbólico que en Francia se concede a los escritores y de la creencia que aún persiste en el poder de las palabras. En otro momento de la conversación, Sapiro se pregunta cuál es entonces el rol social de la literatura, ¿debe servir a las clases dominantes?, ¿debe defender la moral?, ¿debe defender la ideología dominante? o ¿debe defender principios propios que cada escritor ha de construir? A esta serie de interrogantes, que ha analizado con rigor académico en su libro Los intelectuales, profesionalización, politización, internacionalización (2017), se pueden añadir dos cuestiones complementarias que me gustaría comentar en este artículo; a saber, ¿cuál es el estatuto de la escritura? y ¿dónde radica el poder de las palabras?
En un artículo de su libro Tristes trópicos, que se titula «Lección de escritura», Claude Lévi-Strauss sostiene que la escritura, más que una herramienta de desarrollo cultural, ha sido una herramienta de dominación, de control de unos hombres sobre otros, puesto que durante la mayor parte de su historia la inmensa mayoría de la humanidad no sabía leer ni escribir, y los pocos que dominaban esta técnica impusieron su visión del mundo a los demás. Para sostener su tesis, el antropólogo francés pone como argumento el hecho de que la revolución más importante que se ha dado en la historia, el pasaje del nomadismo al sedentarismo, gracias al descubrimiento de la agricultura y la ganadería, se hizo cuando la escritura era aún desconocida, durante el neolítico. Como se sabe, la escritura es una invención de la Edad Antigua: la escritura sumeria (Mesopotamia) data del año 3500 a. C. En el neolítico, comenta Lévi-Strauss, la humanidad dio pasos de gigante sin el auxilio de la escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho tiempo. En todo caso, si se quiere poner en correlación la aparición de la escritura con ciertos rasgos característicos de la civilización, hay que investigar su relación con la esclavitud. Para él, el único fenómeno que la escritura ha acompañado fielmente fue la formación de las ciudades y de los imperios, desde Egipto hasta China. Así pues, la escritura parece haber favorecido la explotación de los hombres antes que su iluminación. Dicha explotación, que permitía reunir a millares de trabajadores para constreñirlos a tareas extenuantes, explica por ejemplo el nacimiento de la arquitectura: la Gran Pirámide de Guiza, los Jardines Colgantes de Babilonia, la Gran Muralla China, etc. «Si mi hipótesis es exacta —concluye el fundador de la antropología estructural—, hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud. El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aún cuando no se reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular el otro» (Lévi-Strauss, Claude. «Lección de escritura». En Tristes trópicos. Buenos Aires: Eudeba,1973 [1955]).
Otros autores han puesto énfasis en el valor epistémico (episteme: conocimiento exacto) de la escritura como tecnología y su impacto en el desarrollo del pensamiento y el conocimiento. Según Raymond Williams, la escritura es una tecnología porque es un medio de producción cultural que se vale de recursos externos al cuerpo. La escritura requiere un entrenamiento arduo y costoso, que la pone en desventaja respecto de otras tecnologías de la comunicación como las audiovisuales. Por ejemplo, nadie necesita —dice Williams— aprender a ver televisión; pero existe una institución, la escuela primaria, dedicada principalmente a la enseñanza de la lecto-escritura (Williams, Raymond. Cultura. Sociología de la comunicación y del arte, Barcelona: Paidós, 1981; "Tecnologías de la comunicación e instituciones sociales". En Williams, Raymond (ed.), Historia de la comunicación (Vol. 2), Barcelona: Bosch, 1992.). Walter Ong, por su parte, también define a la escritura como una tecnología de la palabra, como la imprenta y la computadora; no obstante, es la más artificial y radical. Su artificialidad consiste en que separa la palabra del contexto vivo de la comunicación oral y la fija sobre una superficie; su radicalidad, en que reduce el sonido dinámico al espacio inmóvil. Esto implica que el sujeto que escribe ve ahora la palabra transformada en objeto. Además, al fijarla en una superficie, con materiales que le permiten perdurar, hace posible una comunicación diferida y a distancia. Así, una persona puede volver sobre sus palabras y sobre las ajenas, en otro tiempo y lugar, para revisar sus ideas, modificarlas, cuestionarlas. Dicho de otra manera, la escritura hace posible la reflexión crítica y el análisis del lenguaje y el pensamiento. Por eso, Ong asegura que la escritura reestructuró la conciencia: a fuerza de usar esta herramienta simbólica (así como las herramientas físicas sirven para transformar la naturaleza, las simbólicas sirven para transformar las relaciones sociales), la mente del hombre terminó transformándose, generando operaciones cognitivas que antes no eran posibles (Ong, Walter, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México: FCE, 1993).
Desde una perspectiva sociológica, Pierre Bourdieu es categórico al afirmar que el poder de las palabras no está en las palabras, sino en la posición social del locutor o portavoz que pronuncia esas palabras. Según él, la ingenua cuestión del poder de las palabras está contenida en la supresión inicial de la cuestión de los usos del lenguaje y de las condiciones sociales del uso de las palabras. Bourdieu señala que el error de Austin, cuando desarrolla su teoría de los actos de habla, y, después de él, el error de Habermas, consiste en creer descubrir en el propio discurso, en la sustancia propiamente lingüística de las palabras, su principio de eficacia. En realidad, la autoridad llega al lenguaje desde afuera; como mínimo, el lenguaje se limita a representar esta autoridad, la manifiesta, la simboliza. El poder de las palabras solo es el poder delegado del portavoz, y sus palabras —la materia de su discurso y su manera de hablar— son solo un testimonio, entre otros, de la garantía de la delegación de la cual ese portavoz está investido. Lógicamente, en todos los discursos de institución —palabra de un portavoz autorizado que se expresa en situación solemne con una autoridad cuyos límites coinciden con los de la delegación de la institución— hay siempre una retórica característica: el sermón del sacerdote, la cátedra del profesor, etc. Pero esta retórica —manera y materia del discurso— depende de la posición social del locutor, posición que rige el acceso que este pueda tener a la lengua de la institución, a la lengua oficial y legítima. Ahora bien, el portavoz autorizado solo puede actuar por las palabras sobre las cosas mismas en la medida en que su discurso concentra el capital simbólico acumulado por el grupo que le ha otorgado ese mandato y de cuyo poder está investido. Cuando el locutor no tiene autoridad para emitir las palabras que enuncia, el enunciado performativo está condenado al fracaso. Por ejemplo, veamos el enunciado siguiente: «Los declaro marido y mujer»; en el contexto de una iglesia o un juzgado, pronunciado por un sacerdote o un funcionario público, surte un efecto jurídico inmediato; pero si lo pronuncia alguien más, digamos, la tía del novio o el padrino de bodas, carece de eficacia. Es el derecho el que tiene la capacidad de transformar las palabras en realidad. El éxito de las operaciones de magia social (actos autorizados o actos de autoridad) está subordinado a la reunión de un conjunto sistemático de las condiciones interdependientes que componen los rituales sociales. De este modo, como advierte Bourdieu, todos los esfuerzos por hallar el principio de la eficacia simbólica de las diferentes formas de argumentación, retórica y estilística en su lógica propiamente lingüística, están siempre condenadas al fracaso mientras no se establezcan las relaciones entre las propiedades del discurso, las propiedades del locutor y las propiedades de la institución que autoriza a pronunciarlos. En suma, aunque el poder de las palabras parece estar contenido en las palabras mismas, es decir, en las propiedades intrínsecas del propio discurso, en realidad reside en las condiciones institucionales de su producción y su recepción; o, más precisamente, radica en las condiciones sociales de producción y reproducción del conocimiento y reconocimiento de la lengua legítima (Bourdieu, Pierre. ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Ediciones Akal, 1985).
En tal sentido, Gisèle Sapiro observa que los escritores son un fenómeno interesante, pues no están investidos del mandato de ningún poder para hablar en su nombre. Es como el caso del profeta versus el sacerdote, según Weber. El sacerdote representa al intelectual de institución, investido del mandato que le confiere su iglesia para hablar. El profeta, por su parte, habla en nombre de su carisma personal, y su capacidad para influir; para tener impacto en su audiencia, depende de sus capacidades personales. Los intelectuales en el período moderno (desde el siglo XVIII) tienen un poco esa función del profeta weberiano. Su legitimidad (sobre todos los intelectuales libres como los escritores) proviene de esa autoridad carismática que tienen. Para Sapiro, si bien las palabras no son causas en sí mismas de revoluciones, estas sí pueden legitimar formas de dominación o de violencia simbólica, una violencia que se ejerce con la complicidad de los dominados, ya que supone que los dominados hayan interiorizado los principios de la dominación, la legitimidad de los dominantes y compartan las mismas estructuras mentales, de manera que no cuestionen esa dominación. De ahí la necesidad de poner en cuestión, por parte de los dominados que buscan organizarse y liberar todo su potencial, las categorías lingüísticas de los dominantes; lo que implica, a su vez, poner en cuestión su legitimidad y autoridad, y las justificaciones letradas de sus teorías de desigualdad entre razas, sexos y clases (Sapiro, Gisèle. Los intelectuales, profesionalización, politización, internacionalización. Villa María: Eduvim, 2017).
Después de poner en relación estos razonamientos de Lévi-Strauss, Williams, Ong, Bourdieu y Sapiro, vemos que del análisis del poder de las palabras y del estatuto de la escritura se desprende la imperiosa necesidad de comprender que la escritura implica una responsabilidad social para los escritores. Debido a que participan del campo intelectual —campo de producción ideológica donde se elaboran y formalizan los esquemas de percepción que fundan la visión del mundo de una sociedad—, y a los medios de comunicación de los que disponen —según Williams, el arte es un instrumento fundamental en la creación de nuestra manera de ver el mundo, una herramienta muy poderosa en la transmisión de la experiencia, ya que utiliza una gama de medios que otros sistemas de comunicación social como la política, la religión o la ciencia no emplean, y que van desde las palabras de la calle y las historias populares comunes hasta extraños sistemas e imágenes que, sin embargo, puede convertir en propiedad de todos (La larga revolución, 1961)—, los escritores tienen que construir una ética de la responsabilidad frente a la demanda de la política externa sobre la base de principios propios, en la medida en que desempeñan un papel especial en la construcción de retóricas que legitiman formas de dominación —los dominantes tienen la capacidad de imponer su moral e ideología como «universales»—, o que, por el contrario, las cuestionan y las combaten en una sociedad determinada.
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