Matar al mensajero

 

En medio de la actual pandemia, me gustaría traer a colación dos mitos griegos, Edipo, rey de Tebas y La caída de Troya, que muestran aleccionadoramente cómo funcionan los poderosos mecanismos de negación y de proyección del aparato psíquico de nuestra especie frente a calamidades, catástrofes y tragedias, como las pestes y las guerras de antes, de hoy y siempre. Que la mayoría de los mitos griegos hayan sido contados, modificados y sistematizados por Hesíodo y Homero, y que hayan acabado por transmitirse por escrito, al igual que las tradiciones mitológicas del Próximo Oriente y de la India, cuidadosamente reinterpretadas y elaboradas por teólogos y ritualistas, no quiere decir que hayan perdido su «sustancia mítica» y no sean sino «literatura». En todo caso, como plantea Mircea Eliade en Mito y realidad, si la religión y la mitología griegas, radicalmente secularizadas y desmitificadas, han sobrevivido en la cultura europea, se debe precisamente al hecho de haberse expresado mediante obras maestras literarias.

Según Eliade, el mito no es fábula, invención, ficción, sino, como lo entendían las sociedades arcaicas, una «historia verdadera», de inapreciable valor porque es sagrada, ejemplar y significativa. El mito se considera una historia sagrada y, por tanto, una historia verdadera, puesto que se refiere siempre a realidades. El mito cosmogónico es «verdadero», ya que la existencia del Mundo está ahí para probarlo; el mito del origen de la muerte es igualmente verdadero, pues la muerte del hombre lo prueba, y así sucesivamente. Asimismo, el mito de las gestas de los Seres Sobrenaturales y la manifestación de sus poderes sagrados, se convierten en el modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas. Incluso los modos de conductas y las actividades profanas del hombre encuentran sus modelos en las gestas de los Seres Sobrenaturales: modos de cazar, de sentarse, de comer, de orinar... La función principal de los mitos es revelar los modelos ejemplares de todos los ritos y actividades humanas significativas, desde la alimentación y el matrimonio hasta el trabajo, la educación, el arte, la sabiduría. De ahí que Eliade decidiera empezar el estudio del mito en las sociedades arcaicas y tradicionales, porque los mitos de los «primitivos» o de las comunidades indígenas reflejan todavía un estado primordial. Se trata de sociedades donde los mitos están aún vivos, y fundamentan y justifican todo el comportamiento y la actividad del hombre. (Eliade, Mircea. Mito y realidad. Barcelona: Editorial Labor, 1992 [1963]; págs. 7-27).

 

Dicho esto, repasemos el mito siguiente: Edipo, rey de Tebas.

 

Todo estaba en calma en Tebas cuando, de repente, sobrevino una terrible peste que diezmó a la población. Los brotes fructíferos de la tierra se secaban en los campos; perecían los rebaños que pacían en los pastizales; la ciudad se despoblaba con la esterilidad de sus mujeres. «Un dios que trae el fuego abrasador de las fiebres, la execrable peste, se ha adueñado de la ciudad, y va dejando exhausta de hombres la mansión de Cadmo, mientras las sombras del Hades desbordan de llantos y de gemidos», decía el sacerdote ante el rey Edipo, en representación de los suplicantes de todas las edades agrupados en torno de los altares del palacio. «¡Ea, oh tú, el mejor de los mortales, salva a esta ciudad! […] Si, en efecto, has de continuar rigiendo esta tierra, será más confortador reinar sobre hombres que regir un país sin habitantes». Entonces, Edipo envió al oráculo de Delfos a Creonte, su cuñado, a quien se le dijo que, para que cesara el mal, debía ser expulsado de Tebas el asesino de Layo, el rey anterior. Edipo decretó que, si el culpable se presentaba voluntariamente, le dejaría que se marchara de la ciudad. Y a quien supiera algo y lo ocultara, le echó la maldición de que no podría encontrar asilo ni hospitalidad en ninguna parte. Sin embargo, nadie se adjudicó el crimen ni hubo tebano que diera información relevante. Por lo cual, el rey hizo llamar al célebre adivino Tiresias, quien al principio dudó en revelar la identidad del asesino. Pero cuando Edipo lo acusó de negarse a colaborar y lo amenazó con crueles azotes, el vidente ciego reveló el terrible secreto: el hombre que estaban buscando no era otro que el propio Edipo. Aunque Tiresias le espetó la verdad, lo primero que hizo Edipo fue expresar abiertamente sus sospechas: no solo negó la verdad del mensaje, sino que proyectó su odio contra el mensajero y, en consecuencia, lo culpó de conspirar junto a Creonte para arrebatarle el trono, y los amenazó de muerte. Fue entonces cuando intervino Yocasta, la reina, que relató algunos detalles sobre la muerte de Layo, su primer marido, y Edipo comenzó a darse cuenta de que era el culpable. Lo que vino a continuación fue intenso, una sucesión de informes de mensajeros y pastores de Tebas y Corinto que dieron con el fatal desenlace. Edipo supo cabalmente que había sido el matador de Layo, que Layo había sido su verdadero padre, y que después de arrebatarle la vida se había casado con su propia madre para engendrar en su vientre cuatro hijos-hermanos. Yocasta corrió a su habitación, se encerró y se ahorcó. Edipo se sacó los ojos con los alfileres de la vestimenta de su esposa-madre, y ulteriormente partió al destierro.

 

La caída de Troya ofrece, por otra parte, una muestra imperecedera de estos dos mecanismos defensivos de la mente humana: negación y proyección, que en condiciones ordinarias contribuyen a la conservación de la vida propia, aunque en medio de grandes crisis pueden jugar en contra, tal y como les sucedió a los troyanos en el décimo año de guerra.

 

Cuenta el mito que los aqueos, siguiendo el ardid de Ulises, simularon una rendición. Cierta noche se embarcaron en sus cóncavas naves y dejaron atrás la costa de Troya. A la mañana siguiente, los troyanos contemplaron perplejos que el campamento de sus enemigos estaba desierto y que les habían dejado como trofeo de guerra un enorme caballo de madera. En la orilla del mar encontraron a Sinón, primo de Ulises, que se había quedado rezagado para engañar a los troyanos. Comenzó el interrogatorio. Sinón, bien instruido por el rey de Ítaca, les dio respuestas apropiadas y pronto los convenció de que introdujeran el caballo a la ciudad. Mientras los troyanos demolían parte de las murallas para que pudiese entrar el caballo, llegó corriendo como una loca Casandra (mensajera), la sacerdotisa de Apolo, gritando que en el interior del caballo estaban ocultos los aqueos (el mensaje: la verdad del engaño), pero nadie prestó atención a sus palabras (negación). También, aunque en vano, Laocoonte (otro emisario), adivino y sacerdote de Apolo, arrojó su lanza al vientre del caballo e intentó avisar a los troyanos de la calamidad que les esperaba (negación). Más tarde, cuando Laocoonte ofrecía un sacrificio a Poseidón en la orilla del mar, surgieron de las olas dos gigantescas serpientes (configuración simbólica de la proyección del odio) que devoraron al sacerdote y a uno de sus hijos. Seguros ya los troyanos de su salvación, pues pensaban (ratificación de la negación) que el sacerdote había sido castigado por golpear con su lanza al caballo que estaba dedicado a Atenea, se entregaron a una fiesta que duró todo un día. Esa noche, Sinón subió al túmulo de Aquiles y levantó en todo lo alto una antorcha encendida, que era la señal que estaba esperando la flota aquea, oculta no lejos de allí, para regresar a la costa. Al mismo tiempo, los héroes griegos que estaban escondidos en el caballo, abrieron las puertas secretas, saltaron a tierra y corrieron a abrir las puertas de Troya para que entrara su ejército. En breve comenzó la matanza. Innumerables troyanos perdieron la vida aquella funesta noche. Entre las bajas se cuenta a la bella Casandra, quien se había refugiado en el templo de Atenea, donde fue cogida por los cabellos por Áyax Locrio y violada en la cella del templo (aniquilación de la mensajera).

 

Como se sabe, estos mitos fueron reelaborados en sucesivas y magistrales ficciones por Homero, Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Eurípides…, pero, como sostiene Eliade, no han perdido esa «sustancia mítica» que las convierte en lección verdadera, ya que aluden siempre a realidades culturales extremadamente complejas, que pueden y deben abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Una manifestación contemporánea de la eficacia que tienen los mitos para dar cuenta de estas verdades que constituyen y determinan la vida inmediata, las actividades y los destinos de la humanidad, no solo puede hallarse en las comunidades indígenas donde estos relatos (mitos vivos) son la expresión de una realidad original, mejor y más llena de sentido que la actual, sino también en sociedades profanas y cientificistas como las nuestras, que, atravesadas por la pandemia de covid-19, intentan, por ejemplo, un abordaje desde la perspectiva sociológica para responder a la cuestión del fracaso de todas las estrategias para frenar los contagios. Pongamos por caso la posición del sociólogo e investigador del Conicet Daniel Feierstein, quien asegura que la respuesta a esa interrogante está en la sociología y no en la medicina.

 

En un hilo en su cuenta de Twitter, del mes de septiembre, Feierstein indicó que, en una pandemia, como en cualquier otra catástrofe, la población no actúa según una racionalidad ajustada a fines, sino que se ve atravesada por acciones afectivas (Max Weber). Ese proceso genera, según el sociólogo, una tendencia a menguar, e incluso ignorar, el riesgo de los contagios y la letalidad del virus. Por eso, según su análisis, la respuesta no es médica sino sociológica: la imposibilidad de frenar los casos infecciosos debe entenderse a partir de dos importantes sistemas de defensa psíquica que operan a nivel colectivo: la negación y la proyección.

Feierstein analiza los discursos de los ministros de salud de la Ciudad de Buenos Aires y de la nación para tratar de comprender el razonamiento detrás de las medidas más allá del signo político. Al hacerlo, encuentra una lógica común a ambos, que constituye una presunción errada sobre el comportamiento social. El razonamiento de estos médicos es el siguiente: la gente no aguanta más la cuarentena y la incumple igual. Pues bien, lo que se debe hacer para contener la ola de contagios es autorizar lo que de hecho ya se hace, pero solicitar que la gente se cuide y apelar a la «responsabilidad ciudadana». La premisa no es del todo incorrecta. La vuelta a Fase 1 en julio demostró que, efectivamente, muchos no cumplieron la cuarentena y que insistir por el camino de la prohibición no permitiría resultados positivos sin una inviable e inadmisible represión. Se puede afirmar que la suposición de los médicos sobre el comportamiento social en pandemia es lo que Weber llama «acción racional con arreglo a fines»: las personas calculan que el riesgo de contagiarse es preferible al de quedarse sin otras actividades. Aunque eso podría sonar plausible (no sensato) para quien necesita trabajar, porque podría verse sometido al hambre o a la pérdida de bienes, en modo alguno explica el caso de quien sale a tomar una cerveza, hace el asado con los amigos o visita a la tía: focos de la mayoría de contagios en el territorio nacional. El problema de fondo no es ese, sino que la población en una catástrofe no actúa según esa racionalidad ajustada a fines, puesto que se ve atravesada por «acciones afectivas» (tercer tipo en Weber) vinculadas a mecanismos de defensa psíquica como la negación y la proyección. Lamentablemente, las autoridades siguen pensando que los médicos pueden pronosticar comportamientos sociales y decidir las acciones políticas a partir de ello (como si les hubiesen encargado a los sociólogos tratar de elaborar la vacuna). Ahora bien, al cambiar la hipótesis de explicación del comportamiento social, es posible intentar comprender por qué fracasan todas las estrategias para frenar los contagios. Para alguien en estado de negación, decirle que vamos mejor, que abrimos actividades y que no habrá colapso es el mejor modo de lograr que ratifiquen la negación.

 

En este punto, Feierstein responde a una legítima pregunta que la gente le hace en las redes sociales: ¿por qué un especialista en el estudio de los genocidios y otras violencias estatales masivas, y no en salud o epidemiología, tiene algo para decir en una pandemia? Porque después de 30 años de estudiar las respuestas ante la catástrofe, lo más regular que se puede encontrar es precisamente que la acción humana en esos casos tiende a la negación y a la proyección. Nadie quiere aceptar la posibilidad de su muerte o la de sus seres queridos. Eso explica también el odio en las respuestas contra la cuarentena. Hay casos documentados de sobrevivientes del genocidio nazi que, luego de escapar de la deportación, fueron golpeados y acusados de mentirosos en los pueblos donde intentaban contar lo que sabían o habían vivido. «Es desgarrador leer los testimonios—comenta Feierstein—, pero con una mirada más humana resulta comprensible: ¿quién podía aceptar que el destino de toda su aldea sería el de la deportación seguida de la aniquilación en cámaras de gases? El enojo y el terror se proyectaban en el emisario porque la verdad era inaceptable. Del mismo modo podemos entender cómo fue que en nuestro país, en 1978, muchos argentinos respondieran a las denuncias de desapariciones forzadas sumándose a la propaganda oficial que las catalogaba como "campaña antiargentina" y "mentiras internacionales"».

 

Los dirigentes políticos, sostiene el sociólogo, se encuentran así en un dilema: deben decirle a la población lo que no quiere escuchar y se arriesgan a ser el blanco de odio y proyección, con lo que implica un costo político expresado en pérdida de imagen y de votos. Mientras los médicos de terapia intensiva nos gritan (como los sobrevivientes de la última dictadura cívica y militar, o los sobrevivientes del holocausto nazi, o Tiresias, o Casandra, o Laocoonte) que ya no pueden más, que no tienen cómo contener el nivel de casos diarios, los mensajes oficiales siguen siendo: estamos bien, la situación está controlada, ya pasamos lo peor, la semana que viene baja, el sistema de salud va a resistir, no habrá colapso, esto nos permite dar un nuevo paso, es decir, ratificaciones de los sistemas de negación. Agregar: «Pero no dejemos de cuidarnos, seamos responsables» no produce ningún efecto. Esto último ya no se escucha, porque la gente piensa: «Las autoridades, que realmente saben, nos informan que las cosas están mejor y abren actividades». Por consiguiente, hasta quienes no sucumbían a la negación, lo hacen: «El intensivista debe ser un exagerado».

 

Al final de su análisis, Feierstein concluye haciendo un llamado a comprender que nuestros principales enemigos en la pandemia de coronavirus son la negación y la proyección, como en toda catástrofe, y que eso no se resuelve ni con camas ni con respiradores. Tal vez funcione, solo por un lapso de tiempo, que las autoridades políticas digan la verdad de la peste, la real peligrosidad de la misma manifestando crudamente sus consecuencias letales. En España e Italia, después de que varios alcaldes gritaran a su población que perderían a sus seres queridos si no se quedaban en sus casas de una buena vez, el miedo de la gente pudo vencer al mecanismo de negación y se aplastó la curva de contagios. Pero eso tampoco es una solución permanente y los rebrotes lo demuestran. La negación es persistente y tan arcaica como los mitos y el acto de matar a la persona que trae malas noticias.

 

 

 

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