La poeta estadounidense Louise Glück acaba de ganar el premio Nobel de Literatura 2020. El 8 de octubre, el jurado de la Academia Sueca hizo el anuncio destacando «su inconfundible voz poética, que con austera belleza hace universal la existencia individual». Nacida en Nueva York, Glück, de 77 años, también recibió el premio Pulitzer de poesía en 1993 por El iris salvaje, su primer libro traducido al castellano. Su última entrega, Una vida de pueblo, salió en marzo y es, según Manuel Borrás, el fundador de la Editorial Pre-Textos, «la reivindicación o exaltación de una vida sencilla, natural, la recuperación del sosiego en comunidades pequeñas».
Las declaraciones de Borrás merecen especial consideración: «El premio ha sido totalmente inesperado. Tú publicas, apuestas por un autor, absolutamente nadie te hace caso y le tienen que dar un premio Nobel para que le paren bola. Los premios son útiles cuando nos descubren a alguien tan bueno».
Evidencia empírica y simple estadística corroboran las declaraciones del editor español. Como señala el artículo de La Vanguardia dedicado a Glück y el Nobel, «la predominancia de lo masculino [machismo] y lo europeo [etnocentrismo radical] sigue vigente, pues, entre los años 2010 y 2020, lo han ganado siete hombres y cuatro mujeres; y, por zonas geográficas, seis europeos (Handke, Tokarczuk, Ishiguro, Alexiévich, Modiano y Tranströmer), tres norteamericanos (Glück, Dylan y Munro), un asiático (Mo Yan) y un latinoamericano (Vargas Llosa)».
En efecto, el Nobel no necesariamente tiene como objetivo esencial el aparente de distinguir a ciertos escritores por su trayectoria y las cualidades estéticas singulares, superiores e intrínsecas de sus obras; de ser así, también lo habrían recibido —baste con mencionar dos célebres omisiones en nuestra región— Jorge Luis Borges y César Vallejo. En general, los títulos multiplican el valor de su portador multiplicando la extensión y la intensidad de la creencia en su valor. El Nobel, de hecho, además de estar dotado con diez millones de coronas suecas (unos 958 000 euros), multiplica las ventas del autor laureado a nivel mundial. Ahora bien, para comprender mejor los efectos sociales de la consagración que implica obtener el máximo galardón en Literatura, quizá sea conveniente mirar el Nobel a la luz de la teoría de los ritos de institución, siguiendo el análisis que desarrolla Pierre Bourdieu en el libro ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal, 1985.
Hablar de ritos de institución, es decir, de rituales sociales, es indicar que cualquier rito tiende a consagrar o a legitimar un límite arbitrario. En este punto, Bourdieu se pregunta: ¿qué separa, en efecto, esta línea? En el rito judío de la circuncisión, por ejemplo, el acto separa, en apariencia, un antes y un después: el niño no circunciso y el niño circunciso, o incluso el conjunto de niños no circuncisos y el conjunto de los adultos circuncisos. Pero, en realidad, lo más importante, y lo que pasa desapercibido, es la división que realiza entre quienes son aptos para la circuncisión, los varones niños y adultos, y quienes no lo son, las niñas y las mujeres. Al hacer hincapié en el paso temporal —esto es, de la infancia a la adultez—, la circuncisión oculta uno de los efectos esenciales del rito: el de separar quienes lo han sufrido no de quienes no lo han sufrido, sino de quienes que no lo sufrirán jamás e instituir una diferencia constante entre las personas a quienes concierne el rito y las personas a quienes no concierne. Así pues, hay un conjunto escondido con relación al cual se define el grupo instituido: en el rito de la circuncisión, el conjunto de las mujeres.
Como la institución consiste en asignar propiedades de naturaleza social en forma tal que aparezcan como propiedades de naturaleza natural, el rito de institución tiende lógicamente a integrar las oposiciones propiamente sociales como la de masculino-femenino en series de oposiciones cosmológica: el hombre es a la mujer como la mujer es a la luna, lo que constituye un modo muy eficaz de naturalizarlas.
En general, los ritos sexualmente diferenciados consagran la diferencia entre los sexos; o sea, constituyen en distinción legítima, en institución, una diferencia biológica. La circuncisión, en tanto ritual social, hace del hombre un verdadero hombre. Del hombre más pequeño, más débil, más afeminado, hace un hombre plenamente hombre, separado por una diferencia de naturaleza, de esencia, de la mujer más masculina, más alta, más fuerte. Instituir es consagrar, sancionar y santificar un estado de cosas, un orden establecido, como hace justamente una constitución en el sentido jurídico-político del término.
De igual modo, el análisis de Bourdieu se extiende a la oposición académica: entre el último aprobado y el primer suspendido, la oposición crea diferencias de todo o nada, y para toda la vida. El egresado tendrá cargos con grandes ventajas sociales y económicas, mientras que el otro no será nada.
En suma, al marcar solemnemente el paso de una línea que instaura una división fundamental del orden social (y del orden mental) que se trata de salvaguardar, el rito atrae la atención del observador hacia el hecho del paso (de ahí la expresión «rito de paso» en la teoría de Arnold Van Gennep), cuando lo importante en realidad es la línea, el límite y —según concluye Bourdieu— el hecho de que, debido a la naturaleza distintiva de su poder simbólico, el acceso de la clase distinguida (los consagrados, investidos, ordenados, graduados, circuncidados) al Ser (ser alguien, tener una razón de ser, justificar una existencia) tiene como inevitable contrapartida la caída de la clase complementaria en la Nada («tú no eres nadie») o en el menor Ser.
Para lograr comprender los fenómenos sociales más fundamentales, la ciencia social —sentencia Bourdieu— debe tener en cuenta el hecho de la eficacia simbólica de los ritos de institución; es decir, poder actuar sobre lo real actuando sobre la representación de lo real.
Entonces, el premio Nobel de Literatura —en tanto y en cuanto rito de institución— ¿solo cumple la función social de separar a los escritores consagrados de los no consagrados? o, más bien, planteando la pregunta de otra manera, ¿cuál es el grupo escondido respecto del cual se define el grupo de los laureados? Además, por otro lado, ¿qué efectos sociales produce este galardón sobre la persona consagrada?
Para despejar estas cuestiones, es necesario concebir —siguiendo el análisis de Bourdieu— la estructura del campo lingüístico como un sistema de relaciones de fuerzas lingüísticas fundadas en la desigual distribución del capital lingüístico, es decir, conocimiento y competencia en el uso de la lengua oficial, legítima. La imposición de una lengua oficial (lengua de la clase dominante) y la unificación de un mercado lingüístico son correlativas de la constitución de un Estado y contribuyen a la unidad política. A través del campo lingüístico, la estructura del espacio de los estilos expresivos (lo que circula en el mercado lingüístico no es la «lengua», sino discursos estilísticamente caracterizados) reproduce en su orden la estructura de las diferencias sociales. En otras palabras, los intercambios lingüísticos son también relaciones de poder simbólico donde se actualizan las relaciones de fuerza entre los locutores y sus respectivos grupos sociales.
Dicho esto, se comprenderá que el capital necesario para la simple producción un habla corriente más o menos legítima es diferente del capital de instrumentos de expresión (libros, gramáticas, enciclopedias, obras clásicas, diccionarios) necesario para la producción de un discurso digno de ser publicado (oficializado): la obra literaria. Esta clase de producción, destinada a crear «autoridad» y a ser ejemplo del «buen uso», confiere al escritor un poder sobre la lengua y sobre los simples usuarios de la lengua y sobre su capital.
Las luchas que oponen a los escritores respecto del arte de la escritura legítima (el campo literario es un campo de luchas) contribuyen a producir la lengua legítima, definida por la distancia que la separa de la lengua «común» y la creencia en su legitimidad. Dice Bourdieu que no es relevante el poder simbólico que los escritores, gramáticos o pedagogos pueden ejercer sobre la lengua a título personal, que es más limitado que el que pueden ejercer sobre la cultura, se trata —asegura— de la contribución que aportan a la producción, consagración e imposición de una lengua distinta y distintiva: la lengua oficial y legítima.
Como es sabido, los escritores tienen que contar con los gramáticos, quienes detentan el monopolio de la consagración y canonización de los escritores y de las escrituras legítimas (Real Academia Española, Academia Sueca, etc.), y contribuyen a la construcción de la lengua legítima seleccionando lo que en su opinión merece ser consagrado e incorporándolo a la competencia legítima, a través de la inculcación escolar, la entrega de premios como el Nobel, etc.
Estos gramáticos, aliados con escritores institucionalizados, delimitan el universo de las pronunciaciones, de las palabras o de los giros aceptables, y fijan una lengua censurada y depurada de todos los usos populares y sobre todo de los más recientes (pienso en el creciente uso del lenguaje inclusivo, por ejemplo). De esta forma, la actividad de los escritores y profesores de escuela contribuye a la desvalorización de la lengua común (corriente, vulgar, popular, regional, jerga) como resultado de la existencia de una lengua literaria. En consecuencia, el acceso de los escritores a la clase distinguida de los galardonados con el Nobel, tiene inevitablemente como contrapartida no tanto la separación entre escritores laureados y no laureados, sino la caída de la clase complementaria, el grupo de las inmensas mayorías populares que tienen no tienen acceso a la alfabetización, escolarización y que poseen un precario o exiguo capital lingüístico. Por ello, advierte Bourdieu, quienes se aventuran al campo literario deben estar conscientes de que, al hacerlo, contribuyen a la dominación simbólica.
No menos importante es observar a la vez que la investidura ejerce una eficacia simbólica completamente real sobre el escritor consagrado: transforma la representación que los demás se hacen de él y los comportamientos que adoptan respecto de él, y al mismo tiempo transforma la representación que el propio escritor se hace de él mismo, y los comportamientos que se cree obligado a adoptar para ajustarse a esa representación (sucede con títulos de nobleza, títulos escolares, el orden sacerdotal y, por supuesto, el premio Nobel).
La institución de una identidad, que puede ser un título, un premio e incluso la injuria, es la imposición de un nombre, de una esencia social. Instituir, asignar una esencia social es imponer un derecho de ser que es un deber ser; es significar a alguien lo que es y significarle que tiene que conducirse consecuentemente a como se le ha significado. Instituir una identidad social es, pues, imponer obligaciones y límites que no deben transgredirse. Por ejemplo, el noble debe actuar como noble y no como otra cosa, mantener el rango, no rebajarse; de ahí la expresión «Nobleza obliga». En el caso de un escritor, el Nobel opera igual.
En síntesis, el acto de institución es un acto de comunicación: significa a alguien su identidad social, la expresa y la impone públicamente, notificándole así con autoridad lo que él es y lo que él tiene que ser. En tal sentido, el rechazo de Jean-Paul Sartre al Nobel otorgado el 22 de octubre de 1964 es paradigmático porque implica un «insólito» caso de rechazo rotundo del rito de institución más prestigioso y codiciado en el mundo de las letras. Tres días después de rehusar el galardón, el intelectual crítico moderno más influyente publica en Le Fígaro un aviso financiado por su propio bolsillo en el que razona su decisión. En esas líneas manifiesta, en resumen, que el premio es político y que se niega a ser «institucionalizado por el Oeste o Este»; en otros términos, Sartre opta por preservar su autonomía, su independencia, su libertad, poniendo en cuestión el rito de institución: el premio Nobel.
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