Cuando los enemigos de Jesús, los principales sacerdotes y los escribas, trataron de echarle mano, pues comprendieron que, al contar cierta parábola (Jesús explicaba sus doctrinas con narraciones breves y simbólicas), Jesús se refería a ellos, enviaron espías para que lo acecharan y atraparan en sus propias palabras, y así ponerlo bajo el poder y la autoridad del gobernador. Un día, los espías le preguntaron al maestro si debían pagar el tributo al César o no. Como Jesús se dio cuenta de sus malas intenciones, les pidió que le mostrasen una moneda: «¿De quién son la imagen y la inscripción?» Ellos respondieron: «Del César». Entonces Jesús les dijo: «Pues den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Ese día, sus enemigos no pudieron usar ninguna palabra en su contra ni aprehenderlo (Lucas 20:19-26). Pasaría un tiempo todavía antes de que Jesús compareciera ante Pilato, y fuera encontrado culpable por el cargo de subversión: prohibir pagar el tributo al César y decir que era el Rey de los judíos. La sentencia: pena de muerte por crucifixión.
En este pasaje de la Biblia, referido a la cuestión del tributo, podemos observar, de un lado, cómo Jesús, ante su pueblo, distingue —lúcida, magistral, providencialmente— los contornos de dos campos en tensión: el campo religioso y el campo del poder, para afirmar la autonomía del campo intelectual frente a la demanda de la política externa. El deslinde, de momento, le salva la vida. Tal tensión es actual y constante, persiste en las sociedades contemporáneas. Situado en la intersección del campo del poder y los campos de producción cultural específicos (político, religioso, literario, académico, sindical, mediático, etc.), el campo intelectual, que ocupa una posición relativamente autónoma y subordinada al campo del poder, participa del campo de producción ideológica, donde se enfrentan individuos y grupos de diferentes campos en una lucha por la imposición de la visión legítima del mundo social (Para el esclarecimiento del concepto de «campo intelectual», ver Bourdieu, Pierre. La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus, 1989).
Por otra parte, en la cita bíblica vemos que se actualiza la rancia disputa entre el profeta y el sacerdote. Siguiendo el análisis de Max Weber, el sacerdote es designado por la institución, su iglesia, que le confiere su autoridad y lo remunera por sus servicios. El profeta no es nombrado por nadie, habla en nombre propio; él extrae su autoridad carismática de su posición después de haber conquistado el reconocimiento de su público, y actúa de manera desinteresada: su profecía es gratuita. Pero, a diferencia del sacerdote, el profeta toma riesgos al exponerse al oprobio y la represión de los poderes por su mensaje herético (Ver «Modelos de intervención política de los intelectuales. El caso francés» en Sapiro, Gisèle. Los intelectuales, profesionalización, politización, internacionalización. Villa María: Eduvim, 2017; págs. 115-155).
La figura paradigmática del intelectual moderno, intelectual crítico y comprometido a título personal en causas particulares en nombre de valores universales como la verdad, la libertad o la justicia, que afirma su autonomía frente al campo del poder — verbigracia: Voltaire en el caso Calas, Zola en el caso Dreyfus y Sartre después de la Liberación de Francia tras la ocupación nazi—, hunde sus raíces en la figura del profeta tal como fue definida por Max Weber y es legítima heredera de los filósofos del Siglo de las Luces, «hombres de letras» que fueron perseguidos al reivindicar como capital moral el desinterés y la asunción de riesgos para distinguirse de los eruditos de las universidades; todos ellos «filósofos» independientes tratados —en los términos de Voltaire— como los profetas entre los judíos (Sapiro, Gisèle. op. cit., pág. 125).
Con esta breve nota, me gustaría trazar al menos esquemáticamente la trayectoria intelectual de Rodolfo Walsh, figura emblemática de una época y de una concepción sobre el rol de los intelectuales bajo la poderosa influencia de la Revolución Cubana, la misma que demandó una participación directa del campo intelectual en la lucha revolucionaria, para observar cómo el autor de Un oscuro día de justicia, reivindica y encarna, en última instancia, la figura tradicional del intelectual profético, tal vez el último crucificado en la Argentina.
Al final del capítulo II, «Escritura y política», de su libro Rodolfo Walsh. La palabra y la acción (Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2006), Eduardo Jozami concluye que Walsh fue, en suma, un intelectual cada vez más comprometido con la política hasta llegar a integrarse en una activa militancia revolucionaria, que puso su oficio al servicio de esa militancia, pero que siguió siendo —aun cuando no pudo seguir escribiendo— fundamentalmente un escritor. Por eso, a la hora de hacer un balance, sus textos literarios —ficción y no ficción— quedan como el legado fundamental: Variaciones en rojo (1953), Los oficios terrestres (1965), Un kilo de oro (1967), entre otros.
Entre los hitos de su trayectoria, el biógrafo de Walsh subraya la importancia de Operación masacre (1957), que se inscribe en la mejor tradición de la literatura política argentina. Con este libro, el autor alcanzó dos logros fundamentales. En el cruce de literatura y periodismo, creó un nuevo género: el relato testimonial, adelantándose algunos años a la primera novela de no ficción en los Estados Unidos, A sangre fría (1966), de Truman Capote. Asimismo, aunque quizá no persiguiera otro propósito que el logro de un gran reportaje periodístico, Walsh dotó al peronismo de un gran texto en el que puede inscribirse toda la historia de la resistencia; y lo escribió, curiosamente, cuando todavía no se adhería al peronismo.
La reelaboración de Operación masacre en las sucesivas ediciones resume, como demuestra Jozami, la evolución política de Walsh y también los cambios en su escritura. En el epílogo de la segunda edición de 1964, el escritor señala logros, develar el caso de los fusilamientos de José León Suárez desde una perspectiva solidaria con las víctimas, y fracasos, el más decepcionante de estos: no consiguió que los culpables fueran condenados; lo mismo ocurrirá poco después con el Caso Satanowsky (1973). «Los asesinos probados pero sueltos», se lamentará Walsh en el susodicho epílogo. La indiferencia de los grandes medios, su negativa a recibir denuncias, su complicidad con el poder, lo llevarían a desengañarse del oficio de periodista y a perder también sus ilusiones en la justicia y la democracia. En las ediciones sucesivas, Walsh irá profundizando su acercamiento al peronismo y su definición revolucionaria, pero el punto principal de ruptura se ubica —precisa Jozami— entre la primera y la segunda edición. Entre las dos ediciones, 1957 y 1966, no solo se ha consagrado la impunidad de los fusilamientos, Walsh ha asistido, además, a la decepción con Frondizi, la experiencia cubana, la resistencia peronista y la cada vez más sofocante amenaza militar.
En definitiva, los sucesivos prólogos, epílogos y adiciones dan cuenta de las conclusiones que Walsh va adoptando ante la falta de respuestas a su denuncia y también de la modificación de sus ideas sobre temas centrales como el peronismo, la revolución y la violencia. Por ello, constituyen un documento imprescindible para comprender no solo la evolución política del escritor, sino además un cambio de época en la cultura política y en la toma de posición de los intelectuales.
El descubrimiento de Cuba es señalado por Jozami como otro hito crucial en la trayectoria de Walsh, quien viaja a la isla en 1961 (se integra al proyecto de Prensa Latina), a fines de 1967 y en 1974, cuando es invitado como jurado del concurso Casa de las Américas. En 1967 participa en el Congreso Cultural de La Habana, donde el tema central del debate entre los intelectuales girará en torno a cierta incomodidad (la «mala conciencia») del escritor frente al militante que arriesga su vida por los mismos principios que él defiende. Ese año, en un artículo sobre la muerte del Che Guevara, Walsh confesará lo siguiente: «da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir». El debate sobre el rol de los intelectuales latinoamericanos se decantó a favor de quienes reclamaban una participación directa en la lucha revolucionaria; no obstante, algunos señalarán la necesidad de superar esa «mala conciencia» reivindicando la contribución de los escritores como tales a la formación de una nueva cultura. Pese a su firme postura en contra de poner límites a la libre creación literaria, Walsh, en el texto de Guevara —sugiere Jozami— parece ya encaminarse por la senda de la acción revolucionaria.
En 1970, las contradicciones entre el escritor y el militante llegan a su punto más álgido, como se evidencia en las siguientes definiciones de Walsh en el reportaje de Ricardo Piglia: «Me siento incapaz de imaginar una novela o un cuento que no sea una denuncia», «porque es imposible hoy en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política», «una máquina de escribir. Según cómo la manejás es un abanico o es una pistola». Hacia 1973, la visión del agotamiento definitivo de una cultura, que parecía evidenciarse en la realidad cotidiana, se refleja en las anotaciones del diario con las que Walsh va registrando sus dificultades para avanzar con la escritura de ficción. Cada vez está más convencido de la caducidad del género novela, pero tampoco escribe cuentos. En Walsh, la opción por la militancia y la lucha armada pondría en cuestión el mismo oficio de escritor. De hecho —conjetura Jozami—, la militancia política parece alejarlo de la literatura de ficción.
Efectivamente, a comienzo de los años setenta, Walsh escribirá numerosos artículos sin firma en la CGT y más tarde en la prensa montonera. Con ocasión de publicar Caso Satanowski en 1973, Walsh, ya integrado a una organización armada peronista, comenta que no se considera un intelectual «independiente», pero valora la postura de escritores como Scalabrini, Jauretche y Puiggrós, quienes, aunque no tuvieron lamentablemente una significativa participación en los primeros gobiernos de Perón debido a la política comunicacional oficialista, debieron preservar esa independencia para desarrollar con más eficacia política su tarea intelectual, aun después del derrocamiento, desde el llano y en las malas.
En aquel entonces, Walsh era ya un intelectual orgánico, de institución, situado en el polo de la heteronomía (dependencia), en una posición dominada y colectiva, desde donde, en vísperas de su secuestro, y tras haber roto con la dirigencia montonera, el escritor dará un giro abrupto y definitivo, trazando una trayectoria inversa hacia el polo de la autonomía, ubicándose en la posición dominante e individual del intelectual crítico comprometido con la causa de la verdad, del intelectual profético o del «intelectual» a secas, al firmar, fiel a su compromiso de dar testimonio en momentos difíciles, y a título personal, la Carta de un escritor a la Junta Militar, fechada en Buenos Aires, el 24 de marzo de 1977.
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