Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo queda dividido y comienza la Guerra Fría, un período de enfrentamiento indirecto en diversos campos: político, económico, social, militar, informativo. De un lado, está el Bloque Occidental bajo la hegemonía de los Estados Unidos; del otro, el Bloque Socialista liderado por la Unión Soviética (URSS). Antes, desde el período de entreguerras, de acuerdo con las investigaciones de Gisèle Sapiro, bajo el efecto de la profesionalización de las actividades intelectuales y de la circulación internacional de los modelos de organización (confederaciones intelectuales), la noción de cultura, en un sentido que engloba literatura, bellas artes y cine, se había vuelto ya una categoría de intervención pública. En definitiva, dos factores contribuyeron a la internacionalización y politización de la vida y del campo intelectual: los conflictos políticos internacionales y la organización profesional de los intelectuales. Como consecuencia de este proceso, la movilización política de escritores empieza a girar fundamentalmente en torno a problemas internacionales (Sapiro, Gisèle. Los intelectuales: profesionalización, politización, internacionalización. Villa María: Eduvim, 2017; págs. 77-113).
A continuación, repasemos las reflexiones críticas de algunos de los más célebres escritores de Europa y América Latina, que intentaron explicarse la función de la literatura en el mundo moderno y que, a su vez, dieron una respuesta, con intervenciones públicas y/o a través de sus textos, a las fluctuantes tensiones y disputas que hay no solo al interior del campo de la literatura, sino también entre este y el campo del poder.
En los años treinta y cuarenta se desarrolla en Francia la teoría de una literatura comprometida (litterature engangée), cuyos representantes son Jean-Paul Sartre, Gabriel Marcel y Emmanuel Mounier. En resumen, estos pensadores consideran que los escritores deben luchar contra el hambre y la injusticia; es decir, tienen que realizar una literatura comprometida en el mundo contemporáneo. El carácter auténtico de su compromiso subraya que el poeta ha de ser fiel a su posición política; enrolarse en el Partido Comunista no es otra cosa que comprometerse con el progreso de la humanidad. Como sabemos, la teoría del compromiso tuvo un marcado influjo en la poesía de combate de Pablo Neruda en Canto general (1950) y en la vuelta a la simplicidad formal de sus Odas elementales (1954). (Fernández Cozman, Camilo. Las huellas del aura. La poética de Jorge Eduardo Eielson. Lima-Berkeley: Latinoamericana Editores, 1996; págs. 48-59).
Desde la perspectiva anglo-sajona, T. S. Eliot no niega la posibilidad de una poesía política de propósito social deliberado; pero da una respuesta diferente de la teoría del compromiso político-partidario. El poeta tiene un principal compromiso con su lengua: debe conservarla y perfeccionarla, expresar lo que otros sienten y así influir en la sociedad como totalidad. La poesía es síntesis de lo individual y lo colectivo, de lo particular y lo universal; de ahí que la poesía pueda partir de temas coyunturales y del sentimiento personal para adquirir luego una dimensión universal. La verdadera poesía, según Eliot, no solo sobrevive a los cambios de opinión pública, sino que además sobrevive a la total desaparición del interés suscitado por los temas que interesaban apasionadamente al poeta (Eliot, T. S. Sobre la poesía y los poetas. Buenos Aires: Editorial Sur, 1959; [7]-18).
Enorme poeta al igual que Eliot, el ejercicio crítico de César Vallejo sobre literatura y política merece tomarse en cuenta. Para Vallejo, la relación escritor-escritura no es una relación narcisista (según los derechos de propiedad burguesa), sino más bien una relación dialéctica entre el individuo y el conjunto, entre el hombre y todos los hombres. Por consiguiente, los textos literarios no pertenecen a uno sino a todos y a nadie. «Cuando el artista crea una obra maestra —dice Vallejo—, no lo hace por haberse divorciado de los demás hombres, sino por haberse enfocado y sintetizado universalmente; es decir, por haber expresado al hombre». En Vallejo, la responsabilidad del escritor se torna en responsabilidad política; poética y política se articulan íntimamente. Según el poeta peruano, la práctica social de la literatura (los textos) es concebida como un proceso material de una vida social, económica e históricamente dada. El escritor pleno, para Vallejo, es «revolucionario en el arte y en la política»; no obstante, defiende la independencia total del discurso poético frente al político (Ballón, Enrique. «Para una definición de la escritura de Vallejo». En: César Vallejo. Obra poética completa. Buenos Aires: Biblioteca Ayacucho e Hyspamérica, 1986).
En Argentina, según la óptica de Ricardo Pligia, «la tensión entre el escritor y el político recorre todo el siglo XIX y sólo se redefine después de Macedonio y Arlt. Walsh retoma la vieja tradición de Sarmiento y Hernández, y en el contexto explosivo de la política argentina de los años 70 decide que, para ser eficaz, es necesario abandonar la literatura». En el reportaje de Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh (mayo de 1970), el entrevistado manifiesta que «es imposible hoy en la Argentina hacer una literatura desvinculada de la política». En cierto momento, Walsh se da cuenta de que tiene «un arma: la máquina de escribir. Según como la manejás es un abanico o es una pistola, y podés utilizar la máquina de escribir para producir resultados tangibles (…) con cada máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda» (Walsh, Rodolfo. Un oscuro día de justicia. Zugzwang. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2006; págs. 53-73) De ese modo, para decirlo con Viñas, «Walsh incurre en un enfrentamiento concreto, histórico, con la sociedad, cuyo último capítulo sería la carta a la Junta Militar» (Albani, Leandro. «Walsh no escribía a la bartola». En: Sudestada de Colección, N.° 10. El periodismo según Walsh. s/f).
Contemporáneo de los movimientos ideológicos y sociales de la segunda mitad del siglo XX, adalid de los cambios importantes en la narrativa latinoamericana y muy solidario con varias causas, Julio Cortázar —en palabras de Mario Goloboff— de niño mimado de Sur, exquisito lector de literatura y refinado oyente de música, se transforma en defensor y propagandista de revoluciones, y hábil ideólogo de una rejuvenecida y matizada literatura de compromiso; con su nota: «Literatura en la revolución y revolución en la literatura», Cortázar fijó los límites del compromiso y dejó en claro qué entendía por revolucionario en el campo de la literatura (Goloboff, Mario. «Cortázar revisitado». En: Orbis Tertius, N.° 7. Universidad Nacional de La Plata, 2000; pp. 153-196). En efecto, para Cortázar, el escritor revolucionario es aquel en el que se fusionan la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo con la libertad soberana y cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Al escritor se le juzga —asegura— no solo por los temas de sus obras, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el compromiso total de su persona es una garantía indesmentible de la verdad y necesidad de su obra, por ajena que parezca a nuestra época (Cortázar, Julio. «Algunos aspectos del cuento». En: Cuadernos Hispanoamericanos. N.° 255. Madrid, marzo de 1971; págs. 403-406).
Y en el caso de Borges, ¿no hay en el escritor como en el intelectual una cuestión política?
Sin duda, como plantea Jorge Panesi, hay tanto en Borges como en su literatura y en la insistente imagen pública que se fue forjando en la época de su consagración una cuestión política. Panesi explica que Borges nos ha querido hacer creer que afiliarse al partido conservador no solo sería un desapasionado gesto suyo de descreimiento y agnosticismo político, sino también una irónica postura que objetaría la política en su conjunto. De ahí que su imagen como escritor se asocie comúnmente a cierta concepción purista de la literatura que no admite la contaminación con el partidismo político. Sin embargo, nada más lejos de la pasión, la cólera y hasta el feroz resentimiento que esgrimió en sus intervenciones políticas para nada escasas y en absoluto inocuas. El peronismo es la piedra de toque en las convicciones políticas de Borges; Borges es un antiperonista visceral. Algunos textos, manifiestos, polémicas y su accionar público en defensa de quienes al mismo tiempo que derrocaban a Perón enaltecían la figura del intelectual Borges mediante cargos públicos y distinciones, desmienten la imagen que el medio intelectual ha construido sobre él: la de un escritor frío, cerebral, apolítico (Panesi, Jorge. «Las políticas de Borges: entre la vanguardia y el peronismo». En: Borges esencial. Real Academia Española, 2017; págs. 573-595).
Por su parte, Beatriz Sarlo reconoce que Borges se resistió siempre a un uso político de la literatura; «sin embargo, en la trama de algunos relatos se teje, oculta por el esplendor de los mundos imaginarios, una pregunta sobre el orden social». Borges, como otros escritores de su generación, se coloca en un campo histórico de fuerzas donde se enfrentan ideologías políticas. Por ello, sus cuentos examinan la cuestión del buen orden, las condiciones de existencia de una sociedad, así como la lógica de un mundo donde prevalece el desorden cuando el principio de la ley está oculto o ausente. Sus textos presentan, en situación narrativa, organizaciones institucionales fundadas en la opacidad del poder, en la arbitrariedad o en el despotismo. Tras el análisis de tres cuentos de El jardín de senderos que se bifurcan, de 1941: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «La lotería de Babilonia» y «La biblioteca de Babel», Sarlo demuestra que hay una imagen de lo social y de un poder consolidado por la arbitrariedad de decisiones incognoscibles o por las fuerzas del mito. Para esta investigadora, la pregunta sobre los modos en que el orden se consolida, se conserva o se destruye, pertenece a la dimensión filosófica de la política, que se menciona raramente en relación con Borges. Borges construyó una literatura que puede leerse como respuesta racionalista al desorden que percibió en su siglo. Su literatura fantástica habla del mundo no a través de su re-presentación, sino por contradicción y divergencia; a Borges no le interesa descifrar, sino cifrar; su ficción construye un orden e intenta organizar sentidos en un mundo que los dioses han abandonado. En fin, los cuentos de Borges de los años treinta son una respuesta hiperliteraria no solo a los procesos europeos (fascismo, comunismo, cultura de masas), sino también a las desventuras de las democracias argentinas y a la masificación de la cultura. Tal lectura histórica de las ficciones borgeanas puede iluminar de manera distinta la función de Borges mismo como intelectual y no solo como escritor (Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor en las orillas. Buenos Aires: Ariel, 1995).
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