En un artículo titulado «Las ficciones de Borges», recogido en el libro Sables y utopías. Visiones de América Latina (Lima: Aguilar, 2009; pp. 297-410), Mario Vargas Llosa destaca que el ensayo y el cuento son, sobre todo, los géneros que intercambian más elementos en el texto borgeano, hasta disolver sus fronteras y confundirse en una sola entidad. En la mayoría de los cuentos de Borges, la forja de una realidad ficticia sigue una senda sinuosa que se disfraza de evocación histórica o disquisición filosófica o teológica. Como la sustentación intelectual de estas acrobacias es muy sólida, ya que Borges sabe siempre lo que dice, la naturaleza ficticia es en esos cuentos ambigua, de verdad mentirosa o de mentira verdadera, y ese es uno de los rasgos más típicos del mundo borgeano. Y lo inverso puede decirse —asegura el novelista— de libros de ensayos como Historia de la eternidad o Manual de zoología fantástica en los que, por los resquicios del firme conocimiento en el que se fundan, se filtra como sustancia mágica, un elemento añadido, de fantasía o irrealidad, que los muda en ficciones.
A continuación, Vargas Llosa matiza su valoración y sentencia: «En el caso de Borges, su obra adolece, por momentos, de etnocentrismo cultural. El negro, el indio, el primitivo en general, aparecen a menudo en sus cuentos como seres ontológicamente inferiores, sumidos en una barbarie que no se diría histórica o socialmente circunstanciada, sino connatural a una raza o condición. Ellos representan una infrahumanidad, cerrada a lo que para Borges es lo humano por excelencia: el intelecto y la cultura literaria». Nada de esto, aclara el autor de Conversación en La Catedral, está explícitamente afirmado ni es consciente; se traduce, despunta al sesgo de una frase o es el supuesto de determinados comportamientos. Y agrega: «Como para T. S. Eliot, Papinni o Pío Baroja, para Borges la civilización sólo podía ser occidental, urbana y casi casi blanca. (…). Otras culturas, que forman también parte de la realidad latinoamericana —como la india y la africana—, acaso por su débil presencia en la sociedad argentina en la que vivió la mayor parte de su vida, figuran en su obra más como un contraste que como otras variantes de lo humano».
Ahora bien, así como Vargas Llosa le critica a Borges su óptica etnocentrista de la cultura, Camilo Fernández Cozman, después de una exhaustiva investigación publicada parcialmente en 2016, llega a la conclusión de que el laureado escritor arequipeño evidencia —también— un etnocentrismo radical en, al menos, dos importantes ensayos: La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) y La civilización del espectáculo (2012). En dichos libros, el crítico observa que Vargas Llosa considera que la cultura occidental y letrada es superior a las demás culturas; es decir, manifiesta una mirada elitista y eurocéntrica de la cultura; asimismo, sustenta su perspectiva ideológica en ciertas concepciones de Karl Popper. Como se sabe, Vargas Llosa empieza su trayectoria de intelectual admirando la filosofía de Jean-Paul Sartre, luego abraza las ideas de Albert Camus hasta llegar a la defensa del liberalismo de Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos). Es a partir de mediados de los años setenta cuando se manifiesta —según argumenta Fernández Cozman— el etnocentrismo radical como propuesta ideológica en la ensayística de Vargas Llosa («El etnocentrismo radical en La utopía arcaica y La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa». En: Castilla. Estudios de Literatura. Vol. 7 (2016): 517-539).
Pero ¿qué es el etnocentrismo y de qué manera puede afectar la percepción de la realidad? Para elucidar el concepto, Fernández Cozman cita a Denys Cuché, profesor de Etnología en la Soborna (La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 2002).
En síntesis: el etnocentrismo es la creencia de un individuo o de un sujeto social que piensa que su cultura es superior a las demás. No obstante, Cuché hace una distinción entre etnocentrismo moderado y etnocentrismo radical. Es moderado el etnocentrismo cuando determinadas culturas consideran que sus tradiciones, costumbres, normas, formas de vestir y de percibir la realidad deben preservarse y ser valoradas positivamente sin sobrepasar ciertos límites. En cambio, se manifiesta una visión etnocéntrica radical cuando se cree que la cultura de un grupo humano es, en todos los casos, superior a las demás. Esto presupone un desprecio del otro que piensa y siente distinto. Sobre todo, cuando se busca imponer una sola visión del mundo, lo que puede conducir al fundamentalismo religioso o ideológico. En esta cosmovisión incurren, ciertamente, Vargas Llosa y Borges, quienes suelen considerar que las culturas occidentales son superiores a las andinas y amazónicas del Perú, o a las de los pueblos originarios de la Argentina. Dicha óptica posibilita la discriminación cultural y lingüística, sin caer necesariamente en racismo, pues cabe aclarar que «El racismo es una forma de perversión social; el etnocentrismo, comprendido en el sentido original del término, es un fenómeno sociológicamente normal» (Cuché, 2002: 148).
Para Cuché, el intelectual y el investigador deberían evitar cualquier tipo de etnocentrismo, porque sus análisis pueden perder objetividad y caer en el terreno de la mera opinión sin fundamento. En tal sentido, hay una «regla metodológica que impone al investigador desprenderse de todo tipo de etnocentrismo» (Cuché, 2002: 149).
Curiosamente, Borges —como refiere Sandro Cohen en «México en la obra de Jorge Luis Borges»— a su vez fustigó a un crítico y ensayista español en uno de sus más sarcásticos ensayos, «Las alarmas del doctor Américo Castro» (Otras inquisiciones, 1952), por su «casi increíble capacidad de etnocentrismo, chovinismo y —aunque lo dice delicadamente— estupidez» al criticar un supuesto desbarajuste lingüístico en Buenos Aires, es decir, un falso problema en el habla de los argentinos que el erudito no ve en España: lunfardismo, jergas rioplatenses, depravación del lenguaje, corrupción del idioma español en el Plata. En palabras de Borges, el doctor Castro «Ataca los idiotismos americanos porque los idiotismos españoles le gustan más». Así, Borges demuestra, según Cohen, que «el efecto y la acción de ver la paja en el ojo ajeno puede elevarse al nivel de arte y que Américo Castro se halla a la cabeza de su escuela».
En fin, Vargas Llosa subraya como conclusión de su crítica del escritor rioplatense que el etnocentrismo «es una limitación que no empobrece los demás admirables valores de la obra de Borges, pero que conviene no soslayar dentro de una apreciación de conjunto de lo que ella significa». Lo mismo se puede afirmar, mutatis mutandis, de la brillante y prolífica obra del Nobel peruano.
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Igor Poma Escudero (lunes, 07 septiembre 2020 20:42)
El artículo de Israel A. Chira es una contribución insoslayable para la comprensión de la visión y la praxis, tanto del universo borgesiano (asumo el término que considero mejor que "borgeano"), como del vargasllosiano. En ambos casos estamos ante dos estéticas cosmopolitas con marcadas diferencias de concepción, técnica y estilo, pero hermanadas en el tratamiento de mundos que les resultan ajenos: la sierra, la pampa y la selva. Los personajes que ambos han creado de esos tópicos son literariamente bien logrados, pero no totalmente creíbles. En Borges, el cuchillero y el gaucho dan pie a la anécdota que es rebalsada por la narración misma. En Vargas Llosa, salvo en "La guerra del fin del mundo", los negros y los indios son personajes inconclusos; si se les tira del hilo saliente, pueden desmoronarse como los castillos de naipes.
Huelga decir que las observaciones aquí señaladas, como en el artículo de Israel A. Chira, no menoscaban en absoluto las cotas alcanzadas por ambos escritores, sino pretenden contribuir a la mayor comprensión de sus obras.