Cortázar tiene una manera especial de «ver» el mundo, que les da necesariamente una dirección y un sentido a sus cuentos. El escritor declaró, en cierta oportunidad («Algunos aspectos del cuento». En: Cuadernos Hispanoamericanos. N.° 255. Madrid, marzo de 1971; pp. 403-406), que hay algunos principios orientadores en su búsqueda personal de una literatura al margen del realismo. Por un lado, sospecha que hay un orden de la realidad más secreto y menos comunicable; por otro, piensa —como Alfred Jarry, el excéntrico dramaturgo, novelista y poeta francés— que el verdadero estudio de la realidad no reside en las leyes, sino en las excepciones a esas leyes. Como consecuencia de esta visión del mundo, Cortázar escribe generalmente cuentos fantásticos, que se oponen al realismo falso o ingenuo que consiste en creer que todas las cosas se pueden explicar o describir según el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII. Asimismo, el autor de Las armas secretas (1959) muestra predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, tanto en los temas cuanto en las formas expresivas.
Mario Goloboff ha destacado la contribución original del autor a la literatura fantástica rioplatense en el artículo «Cortázar revisitado» (En: Orbis Tertius, N.° 7. Universidad Nacional de La Plata, 2000; pp. 153-196), donde propone explorar la especificidad cortazariana respecto de otros escritores. Para Borges, por ejemplo, lo fantástico es un orden completo que se contrapone al orden de la realidad; no hay otra realidad que la irrealidad, ni otra causalidad que la fantástica; de hecho, el mundo todo pertenece a esta categoría y la realidad, como tal, no tiene existencia alguna. En cambio, para Cortázar la realidad lo abarca todo, inclusive lo fantástico; en otras palabras, el mundo fantástico está dentro del nuestro. Por ello, su literatura fantástica busca estirar los límites de lo real con el fin de hacer entrar en lo que tradicionalmente llamamos «realidad» todo aquello que es insólito, excepcional, extraordinario. Con su análisis, Goloboff sostiene que la escritura de Cortázar no representaría solo el desenvolvimiento de una mirada distinta sobre el mundo, sino que se inscribiría en la estructura misma del llamado «género fantástico» con el objetivo de traducir una postura original, distinta, nueva, sobre lo verosímil.
En este punto, no sería arriesgado conjeturar que Julio Cortázar tenía una concepción del arte similar a la de Raymond Williams (La larga revolución, 1961), uno de los fundadores de los Estudios Culturales. En opinión de Williams, «[El arte] a veces es, en efecto, una especie de extensión, un nuevo modo de ver. Pero ciertas experiencias del arte, incluido el gran arte, no son “nuevas” en este sentido. Nuestra experiencia incluye la cualidad aparentemente diferente del “reconocimiento”».
Para el análisis de esta tesis es necesario tener en cuenta las premisas de las cuales parte el galés.
Williams afirma que debemos partir de la idea de que la «realidad», tal como la experimentamos, es una «creación» humana; en consecuencia, toda nuestra experiencia es una versión humana del mundo que habitamos. «Vemos» de ciertas maneras —es decir, interpretamos la realidad sensorial de acuerdo con ciertas reglas— como un modo de vivir. Pero esas maneras, reglas e interpretaciones, no son en su conjunto ni fijas ni constantes. Podemos aprender nuevas reglas y nuevas interpretaciones, y como resultado veremos literalmente de modo distinto.
En detalle: la evolución del cerebro humano y, por tanto, las interpretaciones específicas sostenidas por culturas específicas nos dan ciertas reglas o modelos, sin los cuales ningún ser humano puede «ver» en el sentido habitual. En cada individuo, el aprendizaje de estas reglas a través de la herencia y la cultura es una especie de creación, en cuanto la «realidad» corriente definida por su cultura solo se constituye cuando se aprenden las reglas. Culturas específicas tienen versiones específicas de la realidad, que pueden considerarse creadas por ellas en el sentido de que culturas con diferentes reglas crean sus propios mundos habitualmente experimentados por sus portadores. Pero no solo hay variación entre las culturas —agrega Williams—, sino que los individuos que las portan son capaces de modificarlas y ampliarlas, introduciendo reglas renovadas o corregidas gracias a las cuales puede experimentarse una realidad extendida o diferente. De tal modo pueden «revelarse» o «crearse» nuevas zonas de la realidad, no necesariamente restringidas a un individuo en particular sino, por el contrario, susceptibles de comunicarse y sumarse así al conjunto de reglas vigentes en esa cultura específica.
En tal sentido, el arte es un instrumento fundamental en la creación de nuestra manera de ver el mundo, una herramienta muy poderosa en la transmisión de la experiencia. Este gran poder de comunicación es justamente lo que distingue al arte de otros tipos e instrumentos específicos de comunicación. El carácter distintivo de las artes no solo radica en la exploración de una zona de experiencia especial (emoción, belleza, fantasía, imaginación, inconsciente), sino que se extiende —según Williams— desde las actividades cotidianas más corrientes hasta crisis e intensidades excepcionales y utiliza una gama de medios que otros sistemas de comunicación social como la política, la religión o la ciencia no emplean, y que van desde las palabras de la calle y las historias populares comunes hasta extraños sistemas e imágenes que, sin embargo, puede convertir en propiedad de todos.
Y aquí radica ciertamente una de las grandes contribuciones de Julio Cortázar a la literatura y cultura latinoamericanas: haber logrado no solo revelar ciertas zonas de la realidad —como la «zona sagrada» que analiza Noé Jitrik en Bestiario (1951), cierta interioridad profundamente resguardada de sus personajes, tal vez oprimida, y al acecho, hacia el exterior—, sino también crearlas, estirando, dilatando, ensanchando los límites de lo real al poblar nuestro mundo de cronopios, famas, esperanzas... En fin, cada vez que la experiencia de Cortázar, descrita por su obra a través del género fantástico, sea aceptada por sucesivas generaciones de lectores, la mente de estas personas interpretará el mundo en términos del autor, de modo que la experiencia de este se convertirá literalmente en parte de aquellas.
Mario Vargas Llosa dijo con certeza: «En sus cuentos, Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero». Para corroborar dicha aserción, basta con que tomemos un libro que esté a la mano, digamos, Final del juego (1956), una colección de dieciocho cuentos agrupados en tres secciones que contiene casi todos sus registros, temas y descubrimientos, y que muestra una amplia y rica gama de juegos de aparentes oposiciones (y puentes) entre ficción y realidad, mito e historia, cordura y locura, vigilia y sueño, el juego y el mundo «serio» de los adultos, etc. Al cabo de tan placentera y singular lectura, el lector emocionado y agradecido comprenderá que los cuentos de Julio Cortázar, al igual que la obra de otros grandes artistas del siglo XX, articulan también una eficaz e indirecta crítica de la razón instrumental del sistema-mundo integrado que está basado en la lógica del mercado y el beneficio, oponiéndole vías alternativas de aprendizaje, descripción y comunicación de la realidad.
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