«Se prohibió la representación de todas las comedias y entremeses (...). Se cerraron y suprimieron las mesas de juego, salas de baile y salones de música, que eran cada vez más numerosos, y que comenzaban a corromper las costumbres del pueblo. Y los bufones, payasos, funciones de títeres, volatineros y atracciones similares que embrujaban a la pobre gente común, hubieron de cerrar sus ferias al no prosperar sus negocios». Daniel Dafoe: Diario del año de la peste.
Aunque parezca una crónica de la covid-19, salvo por el tipo de atracciones y ferias de otra época, el fragmento citado arriba es de una obra literaria de 1722, que da cuenta de los estragos ocasionados por una epidemia en Londres entre los años 1664 y 1665. Con su ficción, Dafoe recreó acontecimientos que transcurrieron cuando él todavía era un niño; sin embargo, nos muestra vívidamente cómo el horror al contagio de la enfermedad trastornó la vida de una ciudad que entonces contaba con unos 100 mil habitantes.
Albert Camus publicó La peste en 1947, obra que ofrece al inicio curiosamente un epígrafe de Daniel Dafoe: «Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe».
La peste narra a modo de crónica «los curiosos acontecimientos» que se produjeron supuestamente por esos años en la ciudad de Orán, una prefectura francesa en la costa argelina, cuya población fue diezmada por una epidemia de peste bubónica. Al comienzo del relato, el narrador se presenta como un cronista que pretende señalar los primeros síntomas de una serie de acontecimientos graves, y advierte: «Estos hechos parecerán a muchos naturales y a otros, por el contrario, inverosímiles». Imprescindible ficción de corte existencialista, permite, entre otras opciones, una lectura en clave filosófica. La peste representa el absurdo de la vida, ya que el hombre no tiene control sobre los acontecimientos ni control sobre nada. Así, al final de la obra, cuando la epidemia ha sido conjurada y la gente festeja con gritos de alegría su liberación (en efecto, una lectura política deja entrever una crítica a la restricción de las libertades: por su seguridad, las autoridades limitan el movimiento de los habitantes e infieren injusticias y violencias a los apestados), leemos que el doctor Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada: «Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».
Para Camus, la ausencia de sentido conlleva la necesidad imperiosa de reconocer el valor intrínseco de la vida, y no atribuírselo a causas superiores, divinas o ideológicas. Por ello, con su ficción se ensalzan valores como la solidaridad frente la indiferencia o la libertad individual frente al autoritarismo que le confieren sentido a nuestra existencia, atenúan el sufrimiento de las personas y muestran «algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».
En tiempos de incertidumbre, leer un libro de ficción como La peste puede ser tan útil como leer cualquier texto de carácter científico para acercarnos a la realidad. Pues, como sentencia Dafoe, citado por Camus, es muy razonable representar algo que existe realmente por algo que no existe. En lo inverosímil, como decía José Carlos Mariátegui, hay más verdad, más humanidad que en lo verosímil; la ficción, más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real.
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